Las dos principales guerras que tienen lugar ahora mismo, la de Rusia en Ucrania y la de Israel en Gaza, se vuelven cada vez más intensas y letales sin que la comunidad internacional sea capaz de detenerlas o desescalarlas. Lo peor es que esas dos no son las únicas guerras: hay otras en Burkina Faso, Somalia, Sudán, Yemen, Nigeria, Myanmar y Siria.
La posibilidad de que Armenia podría incorporarse a la Unión Europea, a partir de unas declaraciones del líder de la Asamblea Nacional de ese país, Alen Simonyan, en el contexto de su conflicto con Azerbaiyán, por el control de Nagorno-Karabaj, ha desatado una oleada de reacciones furiosas en el sistema de comunicación ruso y pro-ruso.
El anuncio menos predecible de una eventual incorporación definitiva de Ucrania a la OTAN, por parte del Secretario de Estado, Antony Blinken, atiza aún más el conflicto, mientras el respaldo de Washington a Israel produce todo tipo de fricciones en el mundo.
Dentro de Estados Unidos, la creciente oposición a ese respaldo ha llevado al presidente Joe Biden a demandar a Benjamín Netanyahu respeto a la vida de civiles en Gaza.
En la reciente reunión de la OTAN en Bruselas, con motivo de sus 75 años, predominó un discurso triunfalista que no augura nada bueno. El subido tono del aniversario se debe, por un lado, a la inevitable respuesta a las amenazas contra la Alianza Norte por parte Donald Trump, en su camino de regreso a la Casa Blanca. Pero, por el otro, elude, bajo el apoyo a Ucrania, la gravedad de la situación en Palestina.
Buena muestra de la adversidad global contra la ofensiva de Israel en Gaza ha sido la declaración conjunta de los gobiernos de Francia y Brasil durante la visita del presidente Emmanuel Macron al gran país suramericano. Brasil y Francia reclaman abiertamente un cese al fuego y denuncian las resistencias a las resoluciones de la ONU desde Estados Unidos.
La OTAN y la Unión Europea, especialmente Alemania dentro de ésta última, no parecen comprender algo apuntado por Richard N. Haass en The New York Times, hace algunas semanas, y es que la falta de resolución diplomática para poner fin a la guerra en Gaza debilita la estrategia atlántica a favor de Ucrania.
El carácter irreductible de estas guerras simultáneas vuelve a poner en evidencia la estructura multipolar del mundo en la tercera década del siglo XXI. Pero esa coexistencia de poderes globales y regionales no hace más seguro al mundo, como comprobamos en estos días. En principio, siempre parecería preferible un sistema internacional menos hegemónico, pero si las instituciones encargadas de asegurar la paz no funcionan, el multipolarismo no es necesariamente beneficioso.
No se trata únicamente de los vetos de las grandes potencias en el Consejo de Seguridad de la ONU. La nueva competencia por el reparto del mundo gana agresividad en un momento de crisis del paradigma de la democracia constitucional, que durante las décadas posteriores a la Guerra Fría fue el gran aliciente para la instalación de los mecanismos de paz global.
Aunque muchos partidarios de la pugna geopolítica no lo vean así, ambas cosas están correlacionadas: el aumento de la inseguridad mundial y la proliferación de nuevas autocracias. Un sistema internacional garante de la paz sólo es posible bajo un consenso básico en torno a ciertas normas de gobernabilidad democrática. Cuando la construcción de ese consenso procede de manera unilateral y hegemonista su efecto es desfavorable.
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