En su trayectoria centenaria, la Escuela de Frankfurt ha acumulado todo tipo de distorsiones. Desde las del marxismo pro-soviético, con György Lukács a la cabeza, quien, a pesar de su deuda con la teoría crítica alemana, la acusó de falta de compromiso político y ambivalencias burguesas, hasta las más recientes del conservadurismo y la nueva derecha, tipo Jonathan Wiener, que atribuye al “marxismo cultural” de los frankfurtianos el origen de las políticas equitativas y paritarias.
Como expone Stuart Jeffries, en su biografía coral de las generaciones de la Escuela de Frankfurt, la trayectoria de esa corriente de pensamiento, desde su fundación hasta hoy, desafía esas caricaturas. De Adorno a Habermas, una constante de esos filósofos ha sido su instalación en la teoría, es decir, en el acto profesional del pensar. Pero sus posicionamientos públicos han sido múltiples y en una dirección fundamentalmente contraria al capitalismo y los autoritarismos, de izquierda o derecha.
La crítica de Lukács, que en sectores ortodoxos de las izquierdas se ha reciclado hasta hoy, acusaba a aquellos teóricos de vivir en un cómodo hotel, al borde del abismo, atisbando en el horizonte cada nueva hecatombe. Pero la demanda de Lukács, que fue Comisario de Cultura en el gobierno de Béla Kun, no era un llamado a la acción revolucionaria sino a la lealtad al Partido Comunista. La Escuela de Frankfurt declinó esa vía y se mantuvo fiel al desarrollo académico de una teoría crítica, que no prescindía de la intervención en la esfera pública.
En su primera etapa, antes de la llegada de Hitler al poder, la teoría crítica trató de procesar el fracaso de la Revolución alemana de 1919 por medio de una mezcla de marxismo y psicoanálisis. Entre los años 30 y 50, su orientación fue esencialmente antifascista y antiautoritaria, desde la premisa de que el totalitarismo, cualquier totalitarismo, era consecuencia del desarrollo de tecnologías del poder, cuyas raíces emergían de la propia modernidad.
Ese fue el eje argumentativo de Dialéctica de la Ilustración (1944) de Adorno y Horkheimer. Como reconocería luego éste último, aquel ensayo, firmado en Los Ángeles y dedicado a Pollock, fue escrito bajo el impacto del suicidio de Walter Benjamin en Portbou y la lectura de sus Tesis de filosofía de la historia (1940). No por gusto se convertiría en un cruce de caminos para el centro y la periferia de la teoría crítica, que conecta con Los orígenes del totalitarismo (1951) de Hannah Arendt y El hombre unidimensional (1964) de Herbert Marcuse.
Mucho se han exagerado las diferencias entre Adorno y Horkheimer, por un lado, y Benjamin y Marcuse, por el otro. En lo esencial, más allá de la posición de los primeros sobre las revueltas juveniles del 68, que no vieron con tanto entusiasmo, estaban de acuerdo. La nueva generación frankfurtiana (Habermas, Apel, Negt, Schmidt, Wellmer) heredaría la centralidad académica del grupo, aunque se aproximaría más claramente a la socialdemocracia.
En el conjunto de los marxismos occidentales del siglo XX, donde podrían ubicarse los existencialistas y estructuralistas franceses, los británicos de New Left Review y los italianos de la Nuova Sinistra, la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt se caracterizó por un tipo de compromiso intelectual, más distanciado de los partidismos políticos. Todo un legado para este tiempo de compulsiones sectarias, en que el pensamiento renuncia a su autonomía y se entrega de manera visceral a la lucha por el poder.
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