En “La espina dorsal” (1955), conferencia del volumen Punto y aparte (1980), Ítalo Calvino recordaba a Antonio Gramsci para sostener que la literatura era un acto de voluntad, por medio del cual se afirmaba un ser que no era otro, al fin y al cabo, que el ser del escritor mismo. Veía entonces superadas o “debilitadas” sus ansias juveniles de una “literatura comprometida”, que había intentado en las primeras novelas neorrealistas, y anunciaba el giro a la ficción fantástica que se verificaría con la serie Nuestros antepasados (1952-1960).
La conferencia fue pronunciada en el Pen Club de Florencia un año antes de la renuncia de Calvino al Partido Comunista Italiano, tras el respaldo de éste a la invasión soviética de Hungría. Luego de la primera novela de aquella serie, El vizconde demediado (1952), y en medio de su decepción con el PCI, Calvino escribió la segunda, El barón rampante (1957), que perfiló el sentido de la trilogía que culminaría con El caballero inexistente (1960).
Las tres novelas contaban los dilemas del desdoblamiento o la confusión identitaria: un personaje duplicado por una bala en la guerra, un hermano que vive en los árboles y el otro en la tierra, un soldado que debe su nombre y su persona a una armadura.
En los tres casos, la definición del ser por obra de la voluntad: esa verdadera gesta de la vida, según Calvino, que aprendió en sus lecturas de Cesare Pavese, Joseph Conrad y Jorge Luis Borges, tal vez, los escritores que más admiró y estudió.
Aquellos antecedentes hacen más comprensible su experiencia en Cuba, en los años 60, cuando viajó a la isla en busca de los rastros de sus padres, el agrónomo Mario Calvino y la botánica y naturalista Eva Mameli.
Calvino padre residió en México desde 1909 y formó parte de la Sociedad Agrícola Mexicana, al punto de ser nombrado Jefe del Departamento de Agricultura del Estado de Yucatán, en Mérida, en 1915. Dos años después, Mario Calvino sería contratado como director de la Estación Experimental de Agronomía de Santiago de las Vegas, en las afueras de La Habana.
Ahí nació el escritor hace cien años y esa sería la razón –más buena dosis del entusiasmo que la Revolución cubana produjo en la izquierda italiana- de su viaje a la isla en 1964, como jurado del Premio Casa de las Américas.
En sus colaboraciones en la revista Casa de aquellos años, especialmente, en el relato autobiográfico “El camino de San Giovanni” (1964), que adelanta pasajes de sus memorias Ermitaño en París (1974), y en el ensayo “El hecho histórico y la imaginación en la novela” (1964), es posible leer la combinación de motivos que lo llevaron a Cuba, donde se casaría con la traductora argentina Esther Judith Singer.
Pero la historia de aquel reencuentro no estaría completa sin el desencanto que produjo, en Calvino y otros intelectuales de la izquierda italiana de los años 60, como Alberto Moravia, Pier Paolo Pasolini, Lucio Magri, Rossana Rossanda, Dacia Maraini, Lorenzo Tornabuoni o Giulio Einaudi, el arresto y la autoinculpación de los poetas cubanos Heberto Padilla y Belkis Cuza Malé en 1971.
Padilla compartía con Calvino la admiración por los poemas de Cesare Pavese, cuyos versos utilizó como epígrafes en el libro Fuera del juego (1968).
Todavía en sus últimas novelas, El castillo de los destinos cruzados (1969), Las ciudades invisibles (1972) y Si una noche de invierno un viajero (1979), el escritor italiano reafirmó su idea de la literatura como exposición del ser del escritor o como escritura de la voluntad del yo.
Muy lejos estaban aquellas ficciones de los devaneos juveniles sobre la “antítesis obrera” o, incluso, de una posible “planificación literaria”, como la esbozada a partir de la obra de Elio Vittorini.
El Calvino novelista, que acaba naturalizado como referente central de la literatura latinoamericana, especialmente en los años del boom, es el que no pondrá en duda la autonomía estética del escritor y sus ficciones. Una premisa innegociable de sus seis propuestas para la literatura de este milenio, cada vez más vigentes en la tercera década del siglo XXI.
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