El filósofo e historiador Luis Villoro, cuyo centenario se cumple en estos días, es uno de los casos más representativos de lo arriesgado y cambiante que puede y debe ser la vocación de pensar México. Sus orígenes, como los de todos los filósofos del Grupo Hiperión (Uranga, Zea, Guerra, Macgregor, Vega, Portillo, Reyes Narváez) se confunden con la recepción del existencialismo y la indagación sobre el “ser de México”.
Pero aquella temprana localización en el nacionalismo muy pronto daría giros reveladores de un largo proceso de auto-revisión.
En libros iniciales como Los grandes momentos del indigenismo en México (1950) y El proceso ideológico de la revolución de independencia (1953), Villoro destacó por su gran capacidad de historización. El centro de su argumentación, en ambos textos, era el alcance de un estadio nacional del desarrollo cultural, en México, entre la Independencia y la Revolución, en que, tanto con la superación del dominio colonial como con la plena inclusión del indio, la nación ya no se afirmaba frente al otro metropolitano o subalterno, sino frente a sus propias exclusiones.
Había en aquel empeño dos rasgos que distinguirían a Villoro dentro de su generación: una mayor atención a la diversidad de fuentes ideológicas del proceso emancipatorio mexicano –algunas provenientes de la propia tradición peninsular, que generalmente se subvaloraban bajo el peso de la Ilustración francesa- y un distanciamiento de la mestizofilia hegemónica en el periodo postrevolucionario, especialmente cuando se refería a “lo indígena como presente y futuro propios”.
Podría sostenerse que, en los años 80, cuando publica sus estudios sobre el “concepto de ideología” y el ensayo Estado plural, pluralidad de culturas (1988), Villoro había adelantado, por la vía de la investigación histórica, muchas de sus orientaciones teóricas. A diferencia de varios de sus colegas, fue de la historia a la teoría, para luego, al final de su trayectoria, volver a desandar el camino y poner en tela de juicio su propia plataforma intelectual.
Es sabido el enorme impacto que causó en la vida y la obra de Luis Villoro la rebelión del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en Chiapas, en 1994. El radical autonomismo de aquel proyecto, expuesto en los comunicados del movimiento y en los escritos del Subcomandante Marcos, era una confirmación de las tesis de Villoro, pero también un desafío a cualquier modalidad de “Estado plural” dentro de democracias liberales canónicas, como las que se reproducían a fines del siglo XX.
Fue aleccionador ver al octogenario filósofo poner al día sus ideas, en los primeros años de este siglo, con lecturas de Michael Walzer, John Rawls, Will Kymlicka, Roberto Gargarella y otros autores, que lo acercaron a visiones comunitarias, multiculturales y republicanas de la democracia. Los ensayos de su libro, Los retos de la sociedad por venir (2007), se asomaron a una manera de entender la justicia, que rebasaba su propio indigenismo juvenil.
Otra idea de la justicia que, sin embargo, tampoco renegó de un liberalismo que llamaba “radical” ni de una democracia, que entendió como articulación de principios representativos y participativos, comunitarios y republicanos. México, decía Villoro, “no era ajeno a un giro” global y en “nuestra América”, que aspiraba a dejar atrás “regímenes totalitarios, sanguinarias dictaduras militares, la corrupción de gobiernos autoritarios y el Estado asistencial populista”.
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