“Queridos amigos: Les escribo en grupo a reserva de escribirle a cada uno poco más adelante.
Carta colectiva, pues. No el mejor género; casi una "circular": pero, siquiera, un círculo como un anillo en el que en el principio de los tiempos fueron depositados el poder de la amistad y los dones de la conversación.
Me apena que hayan puesto sus esfuerzos en ese dossier con un tema tan desbaratado y desabrido como yours truly (captatio benevolentiae); pero qué bueno, qué maravilla que encontraron no sé cuántas virtudes en donde no hay más que amor a la poesía y a los libros.
Ya qué. Ya me hicieron feliz y ustedes han regresado a sus altas tareas humanísticas.
Los abrazo uno por uno y a todos. No saben ustedes el bien que me ha hecho el dossier: un bien diría yo curativo durante días muy difíciles.
Suyo…
David”
No puedo recordar a David Huerta en estos días sin dejar de sentir la resonancia de nuestros últimos temas de conversación: Eliseo Diego y José Lezama Lima, el american modernism (Eliot, Pound, Stevens), al que rindió homenaje en su poemario After Auden (2018), y la violencia en México. Al cabo de ocho años, su poema “Ayotzinapa” (2014) deja de ser la reacción lírica, incidental, a una masacre específica, para irrumpir como un aldabonazo contra la impunidad reinante.
Comenzaba el poema haciendo un llamado a descorrer el velo de las apariencias con el acto insólito de “morder la sombra”. Apenas traspasar la neblina aparecían los muertos “como luces y frutos/ como vasos de sangre/ como piedras de abismo/ como ramas y sombras”. Huerta retrataba a los muertos de la violencia mexicana de cuerpo entero, como si esa corporeidad precisa intentara revificarlos en el poema.
Luego la escritura de David Huerta convertía la masacre en una cruda metáfora de la nación. México, decía, es “el país de las fosas/ el país de los aullidos/ el país de los niños en llamas/ el país de las mujeres martirizadas/ el país que ayer apenas existía/ y ahora no se sabe dónde quedó”. Muy lejos estábamos de imaginar que aquella metáfora acabaría reemplazando la realidad misma y desafiando cualquier poetización de la barbarie.
El propio Huerta lo vislumbraba al advertir que la incapacidad del Estado y sus instituciones de seguridad y justicia para hacer frente a la generalización de la violencia, significaba, en lo más profundo, alejar a los muertos, anular cualquier posibilidad de convivir con ellos a través de la memoria, el duelo y la reparación. Los muertos, decía Huerta, no desaparecen, pero se ausentan sin una cultura de reconciliación y la paz que los convoque.
Lo que el poema “Ayotzinapa” recomendaba a los vivos era entregar a los muertos “el pan del cielo y la espiga de las aguas, el esplendor de toda tristeza y la blancura de nuestra condena, el olvido del mundo y la memoria quebrantada”. Sólo así podría tantearse la oportunidad de “abrir las manos y la mente/ para poder recoger del suelo maldito/ el corazón de todos los que son/ y de todos los que han sido”.
Hoy esa oportunidad se ve cada vez más remota.
El poeta David Huerta lo vio y nos deja su testimonio como compañía para el tiempo que nos queda. Mucho habrá que leer, en los años que siguen, al autor de El desprendimiento. Mucho hay ahí de guía para sobrevivir en un país donde no sólo matan a las autoridades -diputadas y alcaldes, policías y funcionarios- sino a verdaderos símbolos de la nobleza y el sacrificio como las madres buscadoras de hijos desaparecidos.
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