A pesar de ser uno de los grandes divulgadores del pensamiento de Marx y Engels, su formación anarquista, sensibilidad estética, actividad periodística y experiencia parlamentaria acercaron a Lafargue a temas de menos centralidad en la obra de sus maestros, como el racismo, el feminismo, los intelectuales y la democracia. Muestras de esto último son dos ensayos suyos recientemente rescatados: El matriarcado (1886) y La cuestión de la mujer (1905).
En estos textos, Lafargue repasó la visión antropológica sobre el origen del patriarcado, predominante a fines del siglo XIX: Bachofen, Spencer, Morgan, Engels… Sus conclusiones reproducían la tesis central marxista de que el patriarcado había surgido con la propiedad privada al descomponerse las comunidades primitivas. Sin embargo, el estilo erudito y ensayístico de Lafargue escapaba al evolucionismo y presentaba el matriarcado como una estructura familiar y social superior al patriarcado.
Distante del positivismo rudo de Comte o del más sutil de Spencer y, también, del darwinismo social a la manera de Morgan y Engels, Lafargue compartía con los fundadores del marxismo la expectativa de que la ciencia moderna debía conducir a una revolución de las costumbres, simultánea y no sucedánea, de la revolución social que implosionaría el orden del capital y la propiedad privada. A su juicio, esa revolución haría evidente que el “axioma social de que el padre es el cabeza natural de familia…, se desmoronaría ante el empuje de la ciencia”
“El axioma social de que el padre es el cabeza natural de familia, ya sea ésta monógama o polígama, que se considera más inamovible que una roca, se desmorona ante el empuje implacable de la ciencia del mismo modo que se han desmoronado otras verdades tenidas por incuestionables desde épocas remotas”.
Otros modelos parentales como el de las “familias naire” de Malabar, en el suroeste de India, a la llegada del conquistador portugués Vasco de Gama, eran más funcionales y justos: la madre o la hija mayor eran las cabezas de familia y las mujeres poseían varios maridos que eran, fundamentalmente, proveedores y residían fuera de la casa familiar:
“El hermano mayor, nombrado proveedor, se ocupaba de gestionar los bienes. El marido era un huésped, no entraba en la casa más que en días contados y no se sentaba a la mesa al lado de su mujer y sus hijos. Los naires respetan extraordinariamente a su madre, de quien reciben bienes y honores. Honran del mismo modo a su hermana mayor, que sucederá a la madre y asumirá la dirección de la familia”.
La comunidad de bienes y el matriarcado estaban entrelazados en las estructuras parentales de los naires y también de los tuaregs del Norte de África y los “hovas de Madagascar”, las otras dos comunidades que proponía como alternativas al patriarcado. Según Lafargue, que aquellas estructuras desaparecieran bajo el peso del capitalismo y el cristianismo occidentales, en la época moderna, no las hacía antinaturales o salvajes.
“Podríamos plantearnos la pregunta: si la familia naire se basa en la comunidad de bienes en el seno del clan, en la poligamia de los dos sexos, en la supremacía de la madre –dueña y señora de la casa al ser su hermano mayor únicamente una especie de mayordomo- y se basa también en la filiación materna, en la madre como única trasmisora a sus hijos de su nombre, rango y bienes, ¿constituiría este uno de esos hechos anormales, una de esas monstruosidades generadas por unas circunstancias tan excepcionales que no han podido reproducirse en otra parte?”
Esas familias antiguas en las que el “padre era un personaje secundario y no trasmitía a sus hijos ni su nombre, ni sus bienes ni su rango”, y en las que “la madre era el elemento central”, “sagrada e inviolable” puesto que lo filial “era la prolongación, de mujer a mujer, del cordón umbilical como signo material de la maternidad”, eran, al decir de Lafargue, más igualitarias que las familias monoparentales clásicas y modernas. En muchas de aquellas comunidades las mujeres no sólo eran “soberanas en el hogar” sino que también jugaban un papel decisivo en los asuntos públicos por medio de los consejos de la tribu donde con frecuencia asumían la función del árbitro.
Concluía el autor de El derecho a la pereza (1883) que la imposición del patriarcado fue tan cruel como la esclavitud: “la familia patriarcal hizo su entrada en el mundo escoltada por la discordia, el crimen y la farsa degradante”. Era evidente que su narración de aquella “farsa después de la tragedia”, siguiendo a Hegel y a Marx, no era únicamente arqueológica. El pensador y político socialista dirigía su historia crítica del patriarcado contra el machismo y la mojigatería de la era victoriana y la belle epoque francesa. Su ridiculización del “pudor timorato”, el “recato de caballeros” y las “ideas estereotipadas” de Alexandre Dumas hijo, autor de La dama de las camelias, era explícita y ejemplarizante.
En los ambiciosos estudios de Leslie Derfler, Paul Lafargue and the Founding of Frech Marxism (1991) y Paul Lafargue and the Flowering of French Socialism (1998), se asocia la obra de este original ensayista con figuras del marxismo occidental del siglo XX, como Antonio Gramsci o Raymond Wiiliams, que privilegiaron los temas de la cultura y la política. La feminista argentina Dora Barrancos, en su estudio introductorio a El matriarcado (Altamarea, 2021), sostiene que Lafargue también podría leerse como antecedente de pensadoras contemporáneas como Gerda Lerner y Celia Amorós, que han profundizado en la crítica de los orígenes y evolución del poder patriarcal.
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