El primer viaje, a Buenos Aires, que en el guion retrospectivo del libro es el último, incluye, a su vez, un viaje interior por tren, entre las históricas estaciones de Retiro y Rivadavia, con destino a Beccar, Tigre y otras ciudades de las provincias bonaerenses. Este viaje dentro del otro anuncia su deuda con la memoria de la Guerra Fría por medio de siluetas del sacerdote revolucionario Carlos Múgica, asesinado por un comando anticomunista en 1974, y del Che Guevara y Rodolfo Walsh, otros dos íconos de la izquierda latinoamericana.
El paso de una estación a otra es narrado con la precisión de los viejos relojes y silbatos que capitaneaban los andenes. Sobre los rieles, las evocaciones de Guzmán Rubio repasan la gran literatura argentina, de Borges, Bioy y Cortázar a Viñas, Piglia y Caparrós, el rock de Sui Generis y Charly García, pero también el tenebroso espacio de la Escuela Superior de Mecánica de la Armada (ESMA), donde más de cinco mil inocentes fueron torturados y asesinados en la última dictadura. Como emblemas de la perenne pugna entre la verdad y el derecho, hoy se erigen ahí el Museo de la Memoria y el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos.
El segundo viaje, a Montevideo, es más fijo o más centrado en ese otro puerto rioplatense. El viajero deja ver al lector desde que en las primeras páginas, Guzmán Rubio declara preferir, al Ariel (1900) de José Enrique Rodó, El camino de Paros (1919), las andanzas y meditaciones del escritor uruguayo por Portugal, España e Italia a principios del siglo XX. También relee Guzmán Rubio a grandes narradores uruguayos como Felisberto Hernández y Juan Carlos Onetti y hojea la legendaria revista Marcha, el semanario fundado y dirigido por Carlos Quijano, cuya página cultural haría brillar a dos de los grandes críticos del boom, Emir Rodríguez Monegal y Ángel Rama.
La Guerra Fría, el terrible legado de las últimas dictaduras y los desvelos de la Nueva Izquierda reaparecen en el viaje a Montevideo por medio de la rememoración de las polémicas entre Casa de las Américas, Mundo Nuevo y Marcha. Tanto en este tramo como en el de Buenos Aires, la literatura se perfila como el registro documental de una resistencia al autoritarismo latinoamericano cuyo saldo debe ser replanteado a la luz de la historia reciente. Las dictaduras de derecha desaparecieron pero algunas de la izquierda siguen en pie.
En la última estación del periplo, El Salvador, ese cruce de la memoria literaria y el duelo político alcanza su máxima tensión. La pequeña nación centroamericana que hace cuarenta años estuvo al borde de un triunfo revolucionario como el sandinista y que hace treinta logró un acuerdo de paz que puso fin a un sangriento conflicto, es ahora un enorme suburbio lleno de iglesias evangélicas y gobernado por un presidente millennial que propone el olvido de la revolución y la guerra.
Otra vez, con su estante imaginario a cuestas (poemas de Roque Dalton, novelas de Claudia Hernández y Horacio Castellanos Moya, crónicas de Óscar Martínez y la banda sonora de Radio Venceremos y Carlos Henríquez Consalvi), Guzmán Rubio evoca el pasado inmediato de Centroamérica. Como el Caribe, una región intervenida, donde el ideal de la guerrilla contó con sus últimos y más fieles defensores, y que hoy se enfrenta a un temible ascenso del conservadurismo y el militarismo, en medio de la pobreza, la desigualdad y la recurrencia de la diáspora.
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