En el Memorial de Santa Elena del Conde de las Cases, un Napoleón todavía joven –murió a los 51 años-, pero achacoso, leía el Quijote de Cervantes y recordaba a sus enemigos. Se detenía, especialmente, en los tantos escritores que “declamaban contra él”, pero decía no temerles porque “roían un mármol”: su vida estaba hecha de actos y las palabras no podían destruirla. A algunos de esos escritores, como Madame Staël, les reconocía su “gran talento”, su “mucho espíritu”, pero se preguntaba cómo era posible que le hubieran hecho una “guerra sorda”.
Narciso cabal, aquel Napoleón, enfermo, derrotado en Waterloo y desterrado en Santa Elena, se imaginaba como un sobreviviente y un vencedor. Decía que sus ideas triunfaban en Europa, Gran Bretaña y América, a pesar de lo que mal que se expresaban sobre él Constant, Jefferson o Bolívar. En sus famosas cartas a Albert Gallatin, George Ticknor y el Conde Dugnani, Jefferson escribió que Napoleón, “Atila de nuestro tiempo”, había “causado más muerte, más devastación, más sufrimiento y más dolor que cualquier otro ser vivo”.
Es sabido que Napoleón deseó que su último exilio fuese en América. Pensaba que sería bien recibido y que, con la ayuda de algunos gobiernos, podría relanzar su proyecto europeo. Tras su derrota en Waterloo, Bolívar dio por hecho que el emperador se refugiaría en Estados Unidos o algún reino o colonia hispanoamericana. En cualquier sitio en que se estableciera, según Bolívar, el “teatro de la guerra” se trasladaría a América.
Si se radicaba en Estados Unidos y se ganaba el apoyo de esa república, aquel Bolívar contrafáctico pronosticaba que Gran Bretaña haría la guerra a los norteamericanos, mientras que Napoleón intentaba atraerse la alianza de los independentistas mexicanos. Si se afincaba en Hispanoamérica, España intensificaría sus planes de contrainsurgencia y reconquista, con apoyo de la Santa Alianza y sin la oposición de Gran Bretaña.
Viejos historiadores como William Spence Robertson y Enrique de Gandía estudiaron las simpatías y antipatías por Napoleón en Hispanoamérica, especialmente en el Río de la Plata. Más recientemente otras historiadoras e historiadores, como Shannon Selin, Patricia Tyson Stroud y el joven mexicano Carlos Gustavo Mejía Chávez, han explorado el bonapartismo en los últimos años de la Nueva España.
En el balance final, pareciera que con la consolidación de la forma republicana de gobierno acabó pesando más el antibonapartismo que el bonapartismo.
Napoleón invadió Portugal y España, pero confrontó la Revolución Haitiana, restableció la esclavitud y, aunque la venta de la Luisiana reforzó el poderío de Estados Unidos, su coronación fue mal vista por varios presidentes de ese país a principios del siglo XIX.
Aún así, Napoleón, nacido en Córcega al año siguiente de la compra de esa isla a la república de Génova por la corona francesa de Luis XV, fue un constructor de nuevas naciones. Primero, en tiempos del Directorio y el Consulado, impulsó repúblicas y, luego, bajo el Imperio, difundió nuevas monarquías dinásticas. No cabe duda de que en esa gesta fundacional se volvió un referente para la generación de los libertadores americanos.
No cumplió Napoleón su sueño de instalarse en América. Quien sí vivió de este lado del Atlántico fue su hermano José, el mismo que había impuesto como monarca de España en 1808. Entre 1814 y 1841 José Bonaparte vivió en una mansión en la ribera del río Delaware, rodeado de emigrados franceses y masones estadounidenses. Al final pudo trasladarse a Florencia, donde murió, protegido por el Gran Duque de Toscana.
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