Se atribuye a Hesíodo la frase de que el “ocio es la mayor de las vergüenzas” y Giacomo Leopardi dejó escrito que el “tedio es la más estéril de las pasiones humanas”. Los dos, Hesíodo y Leopardi, eran poetas y difícilmente podrían comprenderse las culturas de la antigüedad griega y del romanticismo italiano, a las que perteneció cada uno, sin aquello que en la Grecia clásica o la Italia del XIX llamaban “ocio creador”.
Thorstein Veblen, un importante sociólogo estadounidense que ya nadie lee, escribió un estudio titulado Teoría de la clase ociosa (1899) que, como tantos libros valiosos del pasado siglo, tradujo y editó el Fondo de Cultura Económica. Veblen sostenía lo contrario de Leopardi: el ocio no era estéril sino sumamente útil, sobre todo en la ardua tarea de construir reputaciones sociales. La reputación moderna, según el sociólogo, no se basaba únicamente en el trabajo, sino en la capacidad de consumo y la disposición de tiempo libre de cada quien.
Ocio y consumo eran, al decir de Veblen, dos formas del derroche. El primero, un derroche de tiempo; el segundo, un derroche de bienes. El ocio, así entendido, no era exactamente lo mismo que el tedio creador, ni lo mismo que el aburrimiento, que se asocia generalmente con la parálisis y la abulia. No es el tedio o el ocio, sino el aburrimiento, el gran mecanismo de control social de las sociedades modernas.
En una de las pocas cosas que atinó Francis Fukuyama, en su mal leído ensayo El fin de la historia y el último hombre (1992), fue en la sospecha de que un mundo sin revoluciones ni utopías, perpetuamente regido por la democracia liberal, depararía “siglos y siglos de aburrimiento”. Pero no es en Fukuyama o Shopenhauer donde habría que encontrar las más profundas reflexiones sobre el aburrimiento. Es en la novela El legado de Humboldt (1973) de Saul Bellow donde se lee algo cercano a una teoría del hombre aburrido.
Aquella novela de Bellow contaba la historia de un poeta norteamericano de mediados del siglo XX, Von Humboldt Fleisher, que al morir deja la misma herencia a su viuda y a su discípulo, el escritor y crítico Charles Citrine, narrador de la historia. El legado es un guión que cuenta el triste y solitario final de un escritor de éxito, abandonado por su esposa y su amante, en el momento de mayor reconocimiento literario. La historia del guión de Humboldt se repite en la vida de Citrine.
Es en aquella desolación que Citrine formula su teoría del aburrimiento. A partir de lecturas de Stendhal, Flaubert y Baudelaire, Citrine llega a la conclusión de que los periodos más duraderos y estables de regímenes absolutistas y totalitarios, como las monarquías borbónicas, el zarismo ruso o los comunismos soviético y chino, se basaron en el aburrimiento de las masas. El terror requería de “edificios aburridos, incomodidades aburridas, supervisión aburrida, burocracia aburrida, prensa insípida, educación insípida, mercancías insípidas y trabajos forzados”.
Las revoluciones eran, justamente, lo contrario del aburrimiento, lo opuesto del totalitarismo. Una revolución como la francesa de 1789, en la que Mirabeau y Sade entraban y salían de la cárcel, sin aburrirse, u otra como la rusa de 1917, en la que los artistas construían escaleras al cielo, en forma de espirales, eran la apoteosis del “interés radiante”. Cuando Trotski formuló su teoría de la “revolución permanente”, según Bellow, pronosticaba el aburrimiento futuro.
Aquel aburrimiento totalitario, agregaba el escritor norteamericano, no estaba desligado de la opulencia, como había advertido Veblen. A partir del valiente libro del marxista yugoslavo Milovan Djilas, La nueva clase (1957), Bellow describía los banquetes nocturnos de doce platos, que daba Stalin en el Kremlin, como el sumun del aburrimiento. Tan aburridos llegaban a estar los subalternos, bromeaba Bellow, que algunos preferían ir al gulag a la mañana siguiente.
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