Ha muerto George Steiner,
en los mismos días que Gran Bretaña abandona la Unión Europea, y es inevitable
relacionar ambos ocasos. En Steiner, un judío nacido en Francia, familiarizado
desde niño con el alemán, el inglés y el italiano, y con prolongadas residencias en Nueva York,
Londres y Cambridge, la idea de Europa tomó cuerpo. Desde sus primeros estudios
sobre Tolstoi y Dostoievski, la tragedia antigua y Shakespeare, el lenguaje y
el silencio, Heidegger y las religiones, Steiner hizo suya la idea de que las
mejores herencias del europeísmo humanista fueron confrontadas, tras la Primera
Guerra Mundial, por el ascenso del totalitarismo fascista o comunista.
Como tantos judíos exiliados por la
ocupación nazi de Francia, Steiner pensó los totalitarismos como una arremetida
profunda contra los valores de la modernidad. Esa certeza lo llevó a valorar
altamente el siglo XIX, como último suspiro de una brillante tradición que
arrancaba en la Grecia antigua. El crítico leyó aquella centuria de punta a
cabo, de Hugo a Baudelaire, de Stendhal a Flaubert, de Marx a Nietzsche, de Gogol
a Chejov, de Byron a Wilde. Eran aquellas las lecturas de un heredero, de un
discípulo que cuidaba el legado de una cultura, amenazada por poderosas
corrientes nihilistas que, a su juicio, no se agotaron con el suicidio de
Hitler y la muerte de Stalin.
Tan celosa de la idea europea era la
obra de Steiner que, en plena Guerra Fría, el crítico dedicó una serie
editorial a reconstruir el pensamiento reaccionario: Maistre, Stirner,
Gobineau… Aquellos doctrinarios del racismo, en el siglo XIX, habían sido los
maestros de los fascistas del siglo XX. Algo que, a juicio de Steiner, no podía
afirmarse de la lectura de Marx por Stalin. El socialismo real del siglo XX
terminó siendo, según el profesor de Cambridge, una “teología sustituta”,
cuando Marx era un pensador moderno. Un “romántico prometeico”, dirá Steiner,
aquejado por la nostalgia de la grandeza de Occidente, lo mismo la griega que
la napoleónica. La mayor divergencia de Steiner con el comunismo del siglo XX
fue que, a su entender, esa izquierda retuvo lo profético de Marx, mientras
renegó de su nostalgia y su pesimismo.
Podría hacerse la prueba, pero
probablemente no haya un gran ensayo de Steiner que no desemboque, por el
tronco o las ramas, en algún apunte sobre aquella nostalgia. En textos como el
así titulado, Nostalgia del absoluto (1974),
es evidente, pero en otros como En el
castillo de Barba Azul (1971), Después
de Babel (1975), Errata (1997), Gramáticas de la creación (2001) o Los logócratas (2003), más sutil. En
este último la idea emerge en un pasaje final de su ensayo sobre Walter
Benjamin, cuando asegura que la vida y la obra del del suicida de Portbou, con
las de Franz Kafka y Paul Celan,
simbolizan la “pérdida y la desolación” ¿Pérdida de qué? De un “mundo reducido
a cenizas, de una civilización aniquilada, por una brutalidad y una injusticia
para siempre irreparables”.
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