Los debates sobre las series Trotsky (2017)
de Netflix y Chernóbil (2019) de HBO
y Sky son síntomas de la pugna simbólica de la Postguerra Fría en el siglo XXI.
En ambos casos vemos a superpoderes de la geopolítica contemporánea (Estados
Unidos, Gran Bretaña, Rusia) posicionándose sobre un pasado que consideran su
patrimonio, aún cuando el eje de la confrontación ideológica entre socialismo y
capitalismo no renazca de sus cenizas.
El socialismo real sigue en
ruinas, pero el gobierno de Vladimir Putin se siente dueño del pasado
soviético. Es por ello que Konstantín Ernst, productor de Sreda, una empresa
fílmica ligada a Rusia Unida, el todopoderoso partido político de Vladimir
Putin, contrató al director Alexander Kott, para que llevara la vida del
revolucionario judío-ucraniano León Trotski a la pantalla.
El resultado fue una
caricatura perversa en la que el importante intelectual y político marxista
queda retratado como un caudillo despiadado, corrupto y voluptuoso. Tan torcida
está la imagen de Trotski en la serie putinista que Ramón Mercader, su asesino
estalinista, lo mata en defensa propia, luego de que el líder bolchevique le
cayera a bastonazos en su casa de Coyoacán. El nieto de Trotski, Esteban Volkov
Bronstein, ha denunciado la perfecta continuidad entre el Trotsky de Netflix y
el de la propaganda estalinista de mediados del siglo XX.
La reacción de los ideólogos
del Kremlin contra la serie Chernobyl (2019)
de Craig Mazin se enmarca en la misma línea de apropiación del pasado. El
director ruso Alexei Muradov y el periodista Anatoly Wasserman del diario Moscow Times, cercanos ambos a Putin,
han sostenido que la serie estadounidense y británica es una tergiversación de
la verdad histórica y han anunciado una respuesta fílmica basada en la tesis de
que el accidente nuclear de 1986 se debió a un atentado de la CIA.
Trotski era ucraniano y
Chernóbil está ubicada en Ucrania. Las dos polémicas atraviesan el conflicto
entre Rusia y esa nación vecina que reclama el territorio de Crimea, anexado
por Moscú en 2014. El nuevo presidente ucraniano, el cómico Volodímir Zelensky,
que llegó al poder gracias a un popular programa de televisión, donde él mismo
personificaba al jefe de Estado, tiene una política abiertamente pro-occidental
y está desafiando la hegemonía regional de Putin con un proyecto de integración
a la Unión Europea y la OTAN.
A diferencia de la crítica
recepción rusa, la prensa ucraniana ha reproducido las objeciones a la serie
sobre Trotski en Netflix y ha elogiado la producción de HBO y Sky sobre
Chernóbil. Curiosa pirueta de la memoria en el siglo XXI por la cual un
marxista ucraniano es revalorado por un gobierno capitalista proeuropeo,
mientras un accidente nuclear vuelve a ser enmascarado por un gobierno
igualmente capitalista, pero interesado en preservar la grandeza de Rusia. Las
memorias de una nación y un imperio se juegan la vida en esas guerras de
símbolos.
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