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Peter Sloterdijk,
uno de los últimos discípulos de la Escuela Frankfurt, tan último que ya no se
sabe si sigue perteneciendo a esa corriente, dice en su libro Esferas III (2004) que el derecho de
asilo, tan celebrado Occidente, se practica lo mismo para bien que para mal.
Desde la antigüedad, aclara el filósofo, se utilizó el asilo para dar refugio
al perseguido pero también para someterlo a una mayor explotación en el país de
destino. El derecho de asilo era, además de una noble tradición, un mecanismo
del poder para preservar la jerarquía social.
Lo ejemplificaba Sloterdijk con la
política que siguieron los zares rusos en el sur de Europa del Este, permitiendo
el asentamiento selectivo de “tártaros auténticos, turcos otomanos, genoveses
con restos de Crimea, griegos pónticos y hasta esquirlas de poblaciones
iraníes”. También mencionaba Sloterdijk, siguiendo a W. E. Mühlmann, leyes migratorias
más viejas: la “activa política de asilo” de las polis helénicas con “metecos”
y otros clientes “bárbaros”. Cuando no terminaban como esclavos, los bárbaros
eran merecedores de un tipo de asilo que suponía una muerte lenta bajo las
leyes griegas.
El comentario de Sloterdijk ayuda a
comprender los conflictos fronterizos en el siglo XXI. Lo mismo en Europa del
Este que en el Mediterráneo las leyes migratorias se mueven entre la admisión
de fuerza de trabajo y el cierre del paso. La nueva xenofobia de las derechas
europeas impide ver un tipo de racismo antimigrante, que ha predominado en las
últimas décadas en Europa, y que tiene que ver con una combinación de
estrategias de asilo y explotación de mano de obra barata, sumamente costosa
para las comunidades migrantes.
Además de la adversidad de ofertas
de trabajo mal remunerado, los migrantes son sometidos a diversas prácticas de
odio por parte de las sociedades civiles. El rebrote de enfoques nacionalistas
en las políticas europeas, como las oleadas de antisemitismo de hace un siglo,
está relacionado con visiones excluyentes de las identidades nacionales pero
también con una lucha por el mercado de trabajo y la asistencia social del
Estado. La derecha europea moviliza a los pobres con el argumento de que los
migrantes los desplazarán como beneficiarios de ofertas laborales y programas
sociales.
Algo similar están haciendo Donald
Trump y y la derecha republicana en Estados Unidos. En el discurso trumpista se
mezclan la grosera criminalización del migrante y el aliento a un cierre de
filas de los sectores de bajos ingresos, especialmente, en estados fronterizos
sureños como Texas, Nuevo México, Arizona y California, contra la migración de
trabajadores centroamericanos y caribeños. La fuerza del mensaje trumpista
tiene que ver con una transversalidad que convoca a sectores de clase alta y
clase baja en una misma ofensiva racista.
Lamentablemente, una versión menos
descarnada de ese racismo comienza a observarse en México. No me refiero a
nuestro horrible racismo cotidiano sino a una tendencia cada vez más visible de
autoprotección del mercado de trabajo, que rechaza el asilo o lo utiliza como
método de empleo mal pagado. El asilo explotador es la otra cara de la muerte
de los migrantes en la frontera: una forma de exclusión dentro del propio
espacio nacional que reproduce la xenofobia por otras vías.
Esta nueva dialéctica del amo y el
esclavo, en el siglo XXI, ha sido estudiada por el filósofo surcoreano Byung
Chul Han en su libro La sociedad del
cansancio (2017). La explotación del migrante se produce tanto desde un
higienismo que aspira a comunidades incontaminadas por presencias extrañas o
disolventes como desde un “estado patológico”, que llama a convivir con el
migrante, sometiéndolo. La muerte de niños ahogados en el Mediterráneo o en el
Río Bravo o en el Estrecho de la Florida nos escandaliza, dice Han, pero nos
parece normal que el migrante haga el trabajo más injusto a ambos lados de la
frontera.
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