Se debe a Umberto Eco una conocida idea del fascismo, no como conjunto de
regímenes o corrientes políticas de la Europa de entreguerras, sino como fenómeno
eterno. En abril de 1995, Eco pronunció un discurso en la Universidad de
Columbia, reeditado varias veces en los últimos años, en que formulaba “catorce
síntomas” que, a su juicio, mostraban al fascismo como una posibilidad
permanente en la cultura política moderna.
Eso que Eco llamaba
“Ur-Fascismo” aparecía siempre ligado al “culto a la tradición”, al “rechazo de
la modernidad”, al “irracionalismo de la acción por la acción”, a la confusión
entre “desacuerdo y traición”, al “racismo por definición”, al rencor social, a
la xenofobia y el nacionalismo, al desprecio del “pacifismo”, al “elitismo popular”
y al “populismo selectivo” y, por supuesto, al heroísmo y el caudillismo.
Algunos de aquellos síntomas
los compartía el fascismo con otros regímenes políticos del siglo XX, como el
comunismo de Europa del Este o Asia, los populismos y revoluciones
latinoamericanas o, incluso, los movimientos descolonizadores de África y el
Medio Oriente. Pero, según Eco, una mezcla precisa de todos ellos era la clave
para la emergencia de un proyecto fascista.
Era evidente que Eco se
refería a un proyecto que no necesariamente derivaba en la construcción de un
régimen fascista. Sus alusiones a intelectuales como Ezra Pound y Julius Evola
dejaban claro que no le interesaba el fascismo, únicamente, como las empresas
estatales de Hitler o Mussolini, Franco o Salazar. El “Ur-Fascismo” era también
una visión o una fantasía, capaz de reproducirse bajo regímenes políticos muy
diversos, incluyendo la democracia.
El ascenso de diversos
populismos de derecha en el mundo (Donald Trump en Estados Unidos, Viktor Orbán
en Hungría, Jair Bolsonaro en Brasil y, significativamente, Matteo Salvini en
Italia) ha devuelto actualidad a la hipótesis de Eco. En estos mismos días, el
“Ur-Fascismo” intelectual es tema del Salón Literario de Turín, donde una
editorial ligada al partido Casa Pound ha lanzado un libro-entrevista con
Salvini, que defiende las tesis racistas y xenófobas de la Liga Norte.
Cualquiera de esos cuatro
casos (Trump, Orbán, Bolsonaro y Salvini) demuestra la capacidad del proyecto
fascista para subsistir dentro de un régimen democrático. Lo mismo podría
decirse de los populismos de izquierda o derecha en el siglo XXI: en la mayoría
de los casos, esos populismos operan dentro de democracias. De ahí que sea
importante discernir entre el fascismo histórico y el “Ur-Fascismo”, ya que el
uso del adjetivo “fascista” puede suponer una falsa analogía.
En México, un país que
hábilmente eludió los extremos de la Guerra Fría latinoamericana, comienza a
hablarse con demasiada soltura de fascismo. No sólo se habla: se hacen
caricaturas con símbolos fascistas para ilustrar la ideología del contrario. Lo
más peligroso de esa explotación de analogías es que el sentido del término
“fascismo” que más ampliamente circula es el de Mussolini, no el de Eco.
En una democracia, cuando se
llama “fascista” al rival político, se le está colocando automáticamente en las
antípodas del orden constitucional. En otros regímenes latinoamericanos, como
el cubano y el venezolano, es común que tanto la oposición como sus aliados en
Estados Unidos y la Unión Europea sean calificados, en el discurso oficial,
como “fascistas”. Pero en esos regímenes, la oposición está fuera de la norma
constitucional por principio: decirle “fascista” es tautológico.
En cambio, llamar fascista al
contendiente legítimo, en una democracia, es la forma más fácil de abonar el
fascismo latente de que hablaba Eco. Es en el estado de deslegitimación mutua o
en la confusión entre “desacuerdo y traición” donde el “Ur-Fascismo” tiene más
posibilidades de convertirse en fascismo histórico. Hay que cuidar el lenguaje
público de la democracia.
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