Uno de los últimos ensayos que Alfonso Reyes vio publicado en vida fue “Las
repúblicas imaginarias”, aparecido en Cuadernos
del Congreso por la Libertad de la Cultura, en febrero de 1959, año de la
muerte del escritor mexicano. La revista Cuadernos,
dirigida entonces por el trotskista valenciano Julián Gorkin, fue una
publicación denostada por la izquierda latinoamericana de los años 60, luego de
que se revelara que la CIA había contribuido a su financiamiento. Hoy resulta
una fuente clave de la nueva historia de las ideas latinoamericanas.
En los años 50, allí publicaban algunos
de los mayores escritores de la región: la chilena Gabriela Mistral, los
venezolanos Rómulo Gallegos y Mariano Picón Salas, los cubanos Jorge Mañach y
Eugenio Florit, el colombiano Germán Arciniegas, el peruano Luis Alberto
Sánchez, las argentinas Victoria Ocampo y Alejandra Pizarnik, el mexicano
Octavio Paz. En Cuadernos, Reyes
publicó tres textos fundamentales: “Encuentro con Pedro Henríquez Ureña” en el
número 10 de 1955, “La antesala de Grecia” en el número 31 de 1958 y “Las
repúblicas imaginarias” en el número 34 de 1959.
Aquel año había arrancado con el triunfo de la Revolución Cubana en enero,
que Reyes siguió de cerca por la prensa mexicana, pero, también, por la
correspondencia con sus muchos y muy diversos amigos cubanos: Jorge Mañach,
Juan Marinello, José Antonio Portuondo, Raúl Roa, Cintio Vitier, Roberto Fernández Retamar…
Mañach había publicado, precisamente en el número 30 de Cuadernos, el ensayo “El drama de Cuba”, en que defendía la
insurrección que Fidel Castro encabezaba en la Sierra Maestra. En la biblioteca
de la Capilla Alfonsina, en la Colonia Condesa, se encuentra un ejemplar de ese
número de Cuadernos, probablemente
subrayado por el propio Reyes.
Aquella reverberación del latinoamericanismo en la Guerra Fría se lee en
“Las repúblicas imaginarias”, en febrero de 1959. Allí el escritor rememoraba
cuatro grandes utopías de la literatura occidental: las de Tomás Moro, Tommaso
Campanella, Francis Bacon y James Harrington. Se detenía en la Utopía de Moro, que a partir de estudios
del antropólogo peruano Luis E. Valcárcel, relacionaba con el mundo incaico y
amazónico, conquistado después de la publicación del libro del lord canciller
de Enrique VIII. Pero también en La república
de Océana de Harrington, que tradujo nada menos que Enrique Díez-Canedo para
el Fondo de Cultura Económica en 1944, y que Reyes, tan cercano a Daniel Cosío
Villegas, debió haber leído en el manuscrito, ya que la versión impresa no
apareció hasta 1987.
Reyes captaba el centro argumentativo de la utopía oceánica de Harrington:
la distribución de la propiedad territorial y la rotación del mandato
presidencial. Según Reyes, había una coincidencia evidente entre las tesis de
Harrington y la ideología de la Revolución Mexicana: “Harrington propone una
ley agraria que limite la propiedad territorial. El límite no se fija conforme
a la extensión, sino conforme al rendimiento de las parcelas, el cual no deberá
superar las tres mil libras. Ese sistema de repartimientos rurales no carece de
interés, aún en nuestros días. Respecto a la renovación de magistrados, el
Senado o poder ejecutivo de la Océana, mudará anualmente por tercias partes, y
ningún senador podrá ser reelecto para el periodo inmediato. Resumen:
repartición agraria, sufragio efectivo y no reelección. ¡Los lemas de la
Revolución Mexicana!”.
Las repúblicas imaginarias del utopismo europeo debían ser, según Reyes,
realidades americanas. Mucho de aquel republicanismo harringtoniano, como años
después estudiaría el historiador británico J. G. A. Pocock, estuvo en los
orígenes de Estados Unidos. Y mucho de ese republicanismo desembocó en la
tradición revolucionaria mexicana y cubana del siglo XX. Alfonso Reyes alcanzó
a verlo mejor que algunos intelectuales de la izquierda de entonces.
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