Por su condición fronteriza, de puente entre las Américas, y por su
posición geográfica septentrional, abierta de un lado al Golfo, el Caribe y el
Atlántico, y del otro al Pacífico, México ha sido siempre destino de viajeros,
exiliados y traductores. Aún está por medirse el peso de la traducción en la
cultura mexicana, desde los años románticos de José María Heredia, que hizo
versiones de Byron y Chateaubriand, hasta los vanguardistas de León Felipe, que
tradujo a Whitman y a Eliot.
Hacerse de palabras (2018), un libro espléndido de la estudiosa
Nayelli Castro, profesora de la Universidad de Massachusetts, explora la obra
de traducción filosófica de cuatro exiliados en México: José Gaos, Eugenio
Imaz, Wenceslao Roces y Adolfo Sánchez Vázquez. Antes y después de analizar la
teoría y la práctica de aquellos traductores de Hegel, Kant, Heidegger, Marx y
Dilthey, Castro explora el rol de la traducción en la historia de las ideas de
México e Hispanoamérica, en décadas, como las de mediados del siglo XX, que
colocaron en el centro de las políticas intelectuales el ideal de las
filosofías nacionales.
La autora se percata de algo
que la historiografía ha descuidado y es que en el supuesto choque entre
nacionalismo y cosmopolitismo, ya sea en las artes, la literatura o la
filosofía, la traducción juega a dos bandas. La sonada crítica de Samuel Ramos
a Antonio Caso, en la revista Ulises,
en 1927 - continuada en la revista Examen
de Jorge Cuesta a principios de los 30 y en el clásico El perfil del hombre y la cultura en México (1934)- se basaba en el
carácter exógeno de la crítica al positivismo: según Ramos, en vez de producir
una filosofía propia, Caso glosaba a filósofos antipositivistas, sobre todo
franceses. Sin embargo, en su respuesta a Ramos, Caso usaba un argumento muy
parecido: el joven filósofo carecía de producción propia: apenas unos
comentarios sobre Benedetto Croce y el resto, una adaptación del psicoanálisis
de Alfred Adler a la mentalidad del mexicano.
Ambos polemistas se acusaban
de pensamiento foráneo, pero reclamaban para sí la condición de la autenticidad.
La traducción de filosofías europeas era, a la vez, un elemento constitutivo de
lo falso y lo verdadero, de lo artificial y lo esencial. La tensión se repetirá
en los años 50, cuando el grupo Hiperión, especialmente, Emilio Uranga, Luis
Villoro y Leopoldo Zea, alentados por el magisterio de Gaos, tomen distancia
del propio Ramos, por medio de una aproximación más resuelta a Heidegger, el existencialismo
francés y el marxismo occidental. El objetivo de aquellos jóvenes seguía siendo
más o menos el mismo, articular una filosofía del mexicano y lo mexicano –en
diálogo con las ideologías latinoamericanistas de la primera Guerra Fría-, pero
su campo referencial y su repertorio de traducciones desbordaban las lecturas
de sus maestros.
Los traductores estudiados
por Nayelli Castro son solo cuatro y los cuatro republicanos, pero con
diferencias notables entre sí: dos de ellos (Gaos y Roces) eran asturianos,
Imaz era vasco y Sánchez Vázquez, de Algeciras, Cádiz, Andalucía. Gaos militó
en el PSOE, Roces en el Partido Comunista Español y Sánchez Vázquez, el más
joven, nacido en 1915, en las Juventudes Socialistas. Filosóficamente también
eran diversos: Gaos era orteguiano y, sobre todo, heideggeriano, Imaz
neokantiano y Roces y Sánchez Vázquez marxistas.
Esa diversidad se reflejó en
la oferta de traducción que aquellos pensadores hicieron a México e
Hispanoamérica entre los años 40 y 60. Aquella inmensa obra de difusión del
pensamiento occidental, y específicamente alemán, en español, no fue solo de
ellos, también lo fue de editoriales como el Fondo de Cultura Económica y Siglo
XXI, especialmente en el periodo de Arnaldo Orfila, y de instituciones como la
UNAM y el Colegio de México. Sirva este libro para recapitular, una vez más,
aquel momento glorioso de las humanidades en México.
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