Libros del crepúsculo

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martes, 22 de enero de 2019

Rosa Luxemburgo y el derecho a la equivocación


Los freikorps eran cuerpos paramilitares formados por veteranos del ejército imperial alemán, que habían participado en la Primera Guerra Mundial, y cargaban con el rencor de la derrota. El 15 de enero de 1919, un contingente de esas fuerzas se reunió en el hotel Edén de Berlín y, con el visto bueno del presidente socialdemócrata Friedrich Ebert, planeó el asesinato de los líderes comunistas Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo.
         A Luxemburgo, una judía polaca de 48 años, menuda y enérgica, le rompieron el cráneo con la culata de un rifle, la acribillaron a balazos dentro de un coche y la arrojaron al canal Landwehr de Berlín. Isaac Deutscher, el importante historiador marxista judío polaco, biógrafo de Stalin y de Trotsky, escribió que aquel asesinato había sido “el último triunfo de la dinastía Hohenzollern y el primero de la Alemania nazi”.
         Luxemburgo fue asesinada en su momento de máxima creatividad teórica y política, ligado a la creación del Partido Comunista alemán desde las filas de la Liga Espartaco. La parte más delicada de dicho proceso tenía que ver con las relaciones de esa nueva organización y el Partido Bolchevique ruso, que había encabezado la exitosa Revolución de Octubre de 1917. Los bolcheviques establecieron las pautas de una práctica revolucionaria que, a juicio de sus líderes, debían seguir los demás comunistas europeos.
De las conocidas palabras de Lenin, a la muerte de la pensadora socialista, se infiere que Luxemburgo no estaba dispuesta a seguir al pie de la letra el libreto bolchevique: “un águila puede en ocasiones descender más bajo que una gallina, pero jamás una gallina podrá ascender a las alturas de un águila. Rosa Luxemburgo se equivocó en la cuestión de la independencia de Polonia, se equivocó en 1903 cuando enjuició el menchevismo, se equivocó… Pero a pesar de todas esas fallas sigue siendo un águila, y su recuerdo será venerado por los comunistas de todo el mundo”.
Dos de las mayores divergencias entre Luxemburgo y Lenin fueron las de la cuestión nacional y la del papel del partido comunista en la revolución. La estudiosa y traductora María José Aubet sugiere que por haber sido una judía polaca en Alemania, que manejaba con soltura el alemán, el inglés, el francés y el ruso, además del polaco y el yiddish, Luxemburgo desarrolló una visión cosmopolita de la causa socialista que la distanciaba no sólo del nacionalismo católico polaco sino de la idea de una federación de nacionalidades como la impulsada por el proyecto soviético.
En su libro La cuestión nacional y la autonomía (1909), antes de que la crítica pacifista e internacionalista a la Primera Guerra Mundial se pusiera de moda, Luxemburgo cuestionó el “derecho a la autodeterminación de las nacionalidades dentro del Estado”, establecido en el programa del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso luego de la Revolución de 1905. Ese principio le parecía una inercia del nacionalismo romántico del siglo XIX, que entrañaba el peligro de un imperialismo paneslavo con ropaje socialista.
La otra de las “equivocaciones” de Luxemburgo, según Lenin, fue su rechazo al despotismo que observaba en la “dictadura del proletariado” ejercida por una “vanguardia partidista”. La “democracia socialista” no era algo diferible, como si se tratara de un “regalo de Navidad o de la Tierra Prometida”: era una premisa de la Revolución misma. Según Luxemburgo, quienes se equivocaban eran Lenin y los bolcheviques, al contraponer socialismo y democracia:
“Ellos se equivocan completamente en los medios que emplean. El decreto, la fuerza dictatorial del superintendente de fábrica, las medidas draconianas, el régimen del terror no son más que paliativos. El único camino para este renacer es la escuela de la vida pública misma, la más ilimitada, la más amplia democracia y la más amplia influencia de la opinión pública. Es el gobierno del terror el que desmoraliza”.



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