Debo haber conocido a Régis Rebray y Elizabeth Burgos a mediados de los 90
en Madrid. Eran los años en que el escritor cubano Jesús Díaz lanzaba la
revista Encuentro, con la que
colaboré desde su primer número. También los años en que aquella pareja
emblemática de la izquierda de la Guerra Fría, conformada por un filósofo
francés y una antropóloga venezolana, rompía definitivamente con el gobierno de
Fidel Castro, al que habían respaldado desde el triunfo de la Revolución de
1959.
Debray y Burgos, cuyos
vínculos con el proyecto cubano de expansión guerrillera en los años 60 habían
sido estrechos, y que todavía en los 80, por su pertenencia al gobierno
socialista de Francois Mitterand, mantenían una autorizada interlocución con La
Habana, comenzaron a distanciarse de Fidel Castro en 1989, tras el fusilamiento
del general Arnaldo Ochoa y el coronel Antonio de la Guardia. Como tantos
socialistas occidentales, Debray y Burgos rechazaron el inmovilismo cubano en
medio de la caída del Muro de Berlín.
Debray publicó Alabados
sean nuestros señores (1999), memorias en las que retrataba críticamente a
Fidel Castro y al Che Guevara. Burgos cuestionó la veracidad del testimonio
autobiográfico de Rigoberta Menchú, la líder indígena guatemalteca, que la
propia Burgos había entrevistado en los 80. El libro, titulado Me llamo Rigoberta Menchú y así nació mi
conciencia (1983), le valió a la
antropóloga el premio Casa de las Américas, en La Habana, y a Menchú, en buena
medida, el Nobel en Estocolmo.
Ahora la hija de la pareja, Laurence Debray,
cuenta la historia de sus padres en Hija
de revolucionarios (Anagrama, 2018). Una historia que, según la primera
línea, le “habían ocultado”. Nacida en París en 1976, cuando su padre,
discípulo de Louis Althusser, renunciaba a la vía revolucionaria en libros como
La crítica de las armas (1975), y
educada en los años dorados del socialismo francés en el poder, bajo Mitterand,
la parte de aquella historia, propiamente “oculta”, era la de la experiencia
guerrillera de sus padres y el encierro de Debray en Bolivia, entre 1967 y
1970.
Cuenta muy bien aquellos años Laurence Debray. En
la línea de biógrafos como Pierre Kalfon y Jorge Castañeda –no tanto de Jon Lee
Anderson, tan severo con Debray como generoso con Ciro Bustos-, la hija
reivindica al padre frente a la acusación de “delator” o “traidor” del Che
Guevara, que la línea oficialista cubana relanzó, sobre todo, en los 90. Se
basaba aquella acusación en algunas frases ambivalentes de Guevara sobre
Debray, en el Diario de Bolivia, en
el sentido de que el intelectual francés, aunque inicialmente interesado en
afincarse en la guerrilla, había insistido en lo útil que podía ser como agente
internacional del guevarismo o que en los interrogatorios con los militares
bolivianos que lo arrestaron había “hablado de más”.
Recuerda Laurence Debray que en el mismo diario el
Che elogió la forma en que su padre se enfrentó a sus acusadores en Camiri,
defendiendo siempre la causa de la guerrilla, y en la importancia de aquel
juicio, que atrajo atención internacional, para la lucha revolucionaria en
América Latina. Aporta también este libro alguna información nueva, para
rearmar el “affaire Debray”, como la
carta que el intelectual francés envió a Charles de Gaulle, desde la cárcel, en
la que el viejo general de la Resistencia antifascista era presentado como
símbolo de la lucha antimperialista en América Latina.
Quien haya conocido a Debray y Burgos tal vez eche
en falta una reconstrucción más precisa de la obra intelectual de cada uno. El
enorme impacto del ensayo de Debray, ¿Revolución
en la revolución? (1967), que en este libro se atribuye más al diálogo con
Castro que con Guevara, o la gran polémica sobre el testimonio que siguió al
citado libro de Burgos, se pierden en la mirada cercana de la hija. La tensión
generacional adopta la forma de un drama de familia a través de la escritura.
La hija reprocha a sus padres la entrega a un ideal que desde muy pronto comenzó a mostrar una vocación autoritaria sumamente costosa para las sociedades latinoamericanas. No entiende cómo todavía a fines de los 90 y principios de los 2000, Debray, a pesar de su contacto directo con la experiencia venezolana, respaldó a Hugo Chávez. En el polo opuesto se colocó su madre, Elizabeth Burgos, quien siempre queda mejor parada en el ajuste de cuentas de la hija.
El itinerario de Laurence Debray, desde las primeras páginas, busca colocarse en las antípodas de sus progenitores: lejos del socialismo o el republicanismo de Régis y Elizabeth, se interesa en el monarquismo y en la figura del Rey Juan Carlos de Borbón como actor decisivo de la transición española; en vez de sumarse a las redes europeas de solidaridad con Chiapas o con Chávez, se va a Nueva York a probar suerte en los bancos del capitalismo financiero.
Sin embargo, poco a poco, el periodismo y la escritura van acercando a la hija a la profesión de los padres. Al final, con Hija de revolucionarios, Laurence Debray hace pública su memoria de un modo muy similar a como lo hicieron sus padres a lo largo de su carrera intelectual. Los Debray acaban reafirmados como un clan contradictorio, unido y dividido por acercamientos disonantes a la política y la ideología, la literatura y la historia.
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