Cuando escuché por primera vez el título pensé que se trataba de una
expresión de Juan Villoro. Ahora, leyendo El
vértigo horizontal (2018), me entero de que la frase proviene de un texto
de Drieu La Rochelle sobre la pampa argentina. En 1932, poco antes de hacerse
fascista, el escritor francés viajó a Buenos Aires, invitado por su amiga Victoria
Ocampo. La frase de La Rochelle, que bien podría aplicarse a desiertos y playas,
fue comentada en su libro El río sin orillas:
tratado imaginario (1991) por Juan José Saer, quien pensaba que era
afortunada pero falsa.
Algo
similar piensa Villoro de su propio título, como fórmula para describir la
Ciudad de México. Durante la mayor parte de la segunda mitad del siglo XX, la
urbe creció en forma de “casas bajas”, desde el Centro Histórico hasta las
colonias más alejadas del entonces Distrito Federal. Esa planicie urbanística,
en un valle entre montañas remotas, producía una impresión de horizontalidad
sin fin.
La expansión de la ciudad
sobre la superficie del valle de México, por su falta de verticalidad, propició
una multiplicación de sus centros. El histórico siguió estando ahí, entre la
Avenida Juárez, la Alameda y el Eje Central y la Catedral, Palacio Nacional y
el Zócalo, pero surgieron otros, como los de las “monarquías” de Coyoacán y San
Ángel, la Zona Rosa y las colonias Polanco, Roma y Condesa.
Villoro recuerda la Torre
Latinoamericana como el primer edificio elevado de la ciudad. Junto a Bellas
Artes o al magnífico Palacio Postal, la Torre es un símbolo de la simultaneidad
de tiempos de la Ciudad de México. Tema caro a la gran narrativa mexicana, de
Rulfo a Fuentes y a Del Paso, esa diversidad de tiempos vivientes se manifiesta
también en los personajes de la urbe: el merenguero, el encargado, el
vulcanizador, el merolico, el vendedor de tamales oaxaqueños o el comprador de
fierro viejo.
Hay personajes reales, no arquetípicos,
en estas crónicas de Juan Villoro, como Paquita la del Barrio o Rodrigo Woods,
“el zombi”, un médico versado en el arte de la negación total. Pero también hay
personajes que son la suma de todos los arquetipos civiles, como el chilango,
una criatura naturalizada en el caos vial, la contaminación, la inseguridad y
la alarma sísmica. El chilango, dice Villoro, es “un experto en catástrofes que
no puede reparar”, alguien que “juzga su circunstancia como un piloto en misión
de combate: las turbulencias son buena noticia porque indican que el avión no
ha sido derribado”.
La coexistencia de tiempos diversos
es también la clave del misterio de los monumentos de la ciudad. Recuerda
Villoro que fue Plutarco Elías Calles, un jefe revolucionario rabiosamente
anticlerical quien exhumó los restos de los héroes de la independencia, que se
encontraban en la Catedral, y los trasladó a la base del Ángel de la
Independencia, un monumento construido por Porfirio Díaz, el dictador contra el
que se rebelaron los revolucionarios.
Recuerda también Villoro, con
la ayuda de Fabrizio Mejía Madrid, que cuando los festejos por el bicentenario
de la independencia, en 2010, el presidente Felipe Calderón ordenó la exhumación
de los restos de los insurgentes y se confirmó que no había huesos de José
María Morelos. Sólo había un cráneo con la letra M, que tampoco era el de
Mariano Matamoros. Por años se especuló que Morelos estaba enterrado junto a su
hijo Juan Nepomuceno Almonte en Père Lachaise, en París, pero los historiadores
Luis Reed y José Manuel Villapando demostraron que era falso.
En años recientes, dice
Villoro, nuevos “brotes de verticalidad” han dejado muy abajo la Torre
Latinoamericana y el Ángel de la Independencia. La ciudad ha comenzado a crecer
hacia arriba, como consecuencia del choque entre los asentamientos informales y
las montañas, cada día más cercanas. Santa Fe y la avenida Reforma se llenan de
altos edificios inteligentes y los chilangos ya somos sobrevivientes del viejo
DF en la nueva Ciudad de México.
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