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No creo que haya en la literatura mexicana un autor más endeudado con Alejo
Carpentier que Fernando del Paso. Más de un crítico lo ha destacado y el propio
Del Paso lo reconoció una que otra vez. Como en Carpentier, la narrativa del
mexicano propone una lectura de la historia regida por la melancolía y el
barroco.
Viejo motivo, que hemos leído
en Robert Burton y Eugenio D’Ors, Walter Benjamin y Roger Bartra. Pero lo que
distingue el vínculo de Del Paso con Carpentier, dentro de las muchas
afinidades que se le atribuyen con Rosario Castellanos, Carlos Fuentes, Gabriel
García Márquez, José Donoso o Reinaldo Arenas, es la trama entendida como
superposición de voces o coro polifónico, y el dibujo de una imagen de época,
que por más sangrienta o miserable, asume algún grado de idealización.
Ya en la primera novela, José Trigo (1966), leemos esa prosa
evocadora de los alrededores del volcán de Colima o de las grandes extensiones
de tierra recorridas por trenes en lontananza. Hay ahí un México de valles,
montañas y cielos nublados, como salido de las pinturas de José María Velasco o
las fotos de Gabriel Figueroa, al que se contrapone la crueldad de la Guerra
Cristera en los años 20 y la represión del movimiento ferrocarrilero en los 50.
La ficción coral reaparece en
la segunda novela de Del Paso, Palinuro
de México (1977), en los merodeos por la Plaza de Santo Domingo y el
romance de Palinuro con su prima Estefanía, que recuerdan las primeras páginas
de El siglo de las luces (1962). A
través del tío Esteban, médico cirujano nacido a orillas del Danubio, Del Paso
encapsula la decadencia del imperio austro-húngaro en una suerte de nostalgia
americana, que en propiedad podría definirse como “post-colonial”, y que
explayará en su siguiente novela, Noticias
del imperio (1987).
Christopher Domínguez Michael
ha destacado el espíritu “rabelesiano y renacentista” de Palinuro de México. Pero también ha hablado de las marcas de James Joyce
y el surrealismo en aquella novela que puede ser leída como saga mexicana o
“ciclo verbal” de los viajes del piloto virgiliano, como le llamara el gran
crítico inglés Cyril Connolly. El tío Esteban, como el propio Palinuro, era un
viajero o un timonel, que conducía al lector de la nostalgia de la Viena
finisecular a la Nueva Orleans de los orígenes del jazz.
Es en Noticias del imperio (1987) donde Del Paso condensará más
hábilmente aquellas ficciones de la melancolía. Su gran personaje será, sin
duda, un ser histórico: María Carlota Amalia de Bélgica, Emperatriz de México y
de América. Por la voz y la memoria delirante de Carlota, desde sus encierros
en los castillos de Miramar, Terveuren y Bouchout, habla no sólo la monarca
destronada sino toda la aventura del imperio de Maximiliano y sus cómplices
europeos: desde Napoleón III hasta el más anodino príncipe de la dinastía
Habsburgo.
La polifonía barroca resuena
en el discurso de Carlota, donde se entremezclan los sabores del cacao de
Soconusco y la vainilla de Papantla con el recuerdo de los baños muriáticos y
la leche de burra que amamantaba al Duque de Reichstadt. Como sabemos, Del Paso
basó su reconstrucción de los delirios de Carlota en las pocas cartas que se
conocían antes del muy completo estudio de la historiadora belga Laurence van Ypersele,
de la Universidad Católica de Lovaina, quien rescató la correspondencia de la
emperatriz hasta su muerte en 1927, en el volumen Una emperatriz en la noche (2010).
Esas cartas, traducidas por
la escritora mexicana Martha Zamora, exponen la realidad de la locura de
Carlota. Sin embargo, es asombroso el acercamiento de la ficción de Del Paso a
dicha realidad. El novelista decía que Carlota se arrastraba en su celda para
comer arañas y cucarachas, por miedo a ser envenenada. Y en las cartas al
general Charles Loysel, la emperatriz denuncia constantemente intentos de
envenenarla. Para Fernando del Paso, como para Alejo Carpentier, la ficción era una vía de acceso a la historia.
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