Libros del crepúsculo

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sábado, 18 de agosto de 2018

Un epitafio para V.S. Naipaul


Cuando V. S. Naipaul recibió el Premio Nobel en 2001, tras el éxito de su novela Half a Life, se escribió mucho, a favor y en contra del novelista nacido en Trinidad. Guillermo Cabrera Infante, su vecino en Londres, fue uno de los que escribió en aquellos días. Un artículo del cubano, titulado “Las tribulaciones de V. S. Naipaul”, apareció en el suplemento “El Cultural” del periódico El Mundo de Madrid.
         A Cabrera Infante le enfadaba que Naipaul no admirara a Jorge Luis Borges, a quien consideraba “bogus, falso, falaz”. Pero se le unía en su culto a Joseph Conrad y Vladimir Nabokov. Con Naipaul, según Cabrera Infante, sucedía lo mismo que con Nabokov y Conrad: se leía una prosa escrita en el mejor inglés, pero se sospechaba que “quien escribía era extranjero”. Más bien, “exiliado”, se apresuraba a corregir el cubano, que es “un extranjero en todas partes”.
         Otro Nobel del otro Caribe, Derek Walcott, compartía el equivocado prejuicio de Naipaul como escritor “racista” y “colonial”. Walcott, recordemos, que admiraba profundamente a Cabrera Infante, a quien llamó, con justicia, “el gran exiliado” o el “exiliado total”. Los tres, Naipaul, Walcott y Cabrera Infante, no sólo están entrelazados por el exilio y la lengua inglesa sino por una mirada al Caribe que rehúye los lugares comunes de la izquierda anti-colonial, tan estereotipada, a veces, como la propia derecha colonialista.
         Los personajes de El sanador místico, Una casa para Mr. Biswas, Los simuladores, La pérdida del Dorado o Guerrillas, sean parroquianos, emigrantes, pícaros, conquistadores o guerrilleros, son siempre exiliados. Esa condición dotaba de un cinismo saludable su mirada hacia los nacionalismos étnicos o religiosos, como llegó a plasmar cabalmente en novelas como Un recodo en el río o ensayos como Entre creyentes, dos textos escritos en 1979, tras un largo viaje por Pakistán, Malasia, Irán, Indonesia y la costa oriental de África.
         Aquellos libros le ganaron la antipatía de buena parte de la izquierda académica, justo en el momento de ascenso de la teoría postcolonial. Edward Said llegó a pensar que aquella visión desesperanzada del Tercer Mundo convertía a Naipaul en una suerte de testigo silente de los atropellos occidentales en Asia, África y América Latina. Sin embargo, habría que recordar también que aquel caribeño pesimista, anti-calibánico como su crítico Walcott, fue capaz de radiografiar las “tribus blancas” del Partido Republicano en una crónica de la Convención de 1984, en la que se reeligió Ronald Reagan, que Bob Silvers le encargó para el New York Review of Books.
         La pasión con que Naipaul aludía a Kipling y a Conrad, sin reparar en los vínculos de ambos con la empresa colonial, debió ser suficiente para el rechazo de Said. No alcanzó a ver el autor de Orientalism los estragos que causaría, hace pocos años, el libro de viajes The Masque of Africa (2010). Entonces su biógrafo y estudioso, Paul Theroux, con quien se había reconciliado tras la publicación de las memorias Sir Vidia’s Shadow (1998), volvió a distanciarse de su maestro.
         Frente al reflujo de las tesis sobre el racismo y el colonialismo de Naipaul, en estos días, tal vez convenga ponderar el juicio de su paisano trinitario C. L. R. James, recogido en la nota de Silvia Hui para The Washington Post. El legendario historiador de Los jacobinos negros habría dicho que las expresiones de Naipaul que sonaban racistas eran, en realidad, verbalizaciones del racismo blanco en la escritura de un indio trinitario. Algo que, perfectamente, podía ser leído como hipérbole o parodia.
         En el citado artículo, Cabrera Infante decía que de esos ataques en su contra “surgía un Naipaul formidable, como de una botella un genio, como decía José Martí que debe ser un exiliado: sin patria pero sin amo”. El epitafio de Martí, símbolo de la lucha anticolonial en el Caribe, transferido a este narrador portentoso, que hizo suya la lengua del imperio.
        
          

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