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Josep Fontana, referente de la historiografía marxista en España, ha
escrito una historia mundial de la Revolución, que merece una lectura
latinoamericana. Fontana titula su libro, a la manera de Eric Hobsbawm, El siglo de la Revolución (Crítica, 2017),
pero a diferencia del marxista británico, su era revolucionaria no es entre
1789 y 1848 sino entre 1914 y nuestros días. En la segunda década del siglo
XXI, no hemos rebasado, según Fontana, la época de la Revolución mundial que
arrancó en Rusia, en octubre de 1917.
Como marxista europeo, Fontana
piensa que el sentido esencial de ese largo ciclo revolucionario está
determinado por el avance del movimiento socialista contra el capitalismo. Su
idea de la Revolución es estrictamente marxista, aunque crítica de la
experiencia de los regímenes burocráticos de la Unión Soviética y Europa del
Este. En contra de buena parte del pensamiento de derecha o izquierda,
posterior a la caída del Muro de Berlín, no cree Fontana que vivamos en un
periodo propiamente post-revolucionario, desde el punto de vista de la lucha de
clases.
La crisis capitalista de 2008,
a su juicio, demostró la vigencia del conflicto de clases, como eje rector del
avance de la lógica revolucionaria en el mundo. Otra vez, en contra de
Hobsbawm, no acepta la versión corta del siglo XX como “edad de los extremos”.
El saldo de la pasada centuria sigue “abierto” porque la lucha entre el
socialismo y el capitalismo no ha concluido, en buena medida por el crecimiento
constante de la desigualdad. El marxismo de Fontana es lo suficientemente
heterodoxo como para suscribir una visión elogiosa y triunfalista de China y
sus posibilidades de crear, en alianza con Rusia, una alternativa “euroasiática”
al capitalismo occidental.
Pero esa heterodoxia y esa flexibilidad
doctrinal se abandonan en el tratamiento de América Latina, que reproduce no
pocos tópicos coloniales. En un libro dedicado al fenómeno revolucionario en el
siglo XX, sus páginas sobre México resultan superficiales. Francisco I. Madero
y Pacho Villa no existen en esa trama y la historia de México, después de
Lázaro Cárdenas, se reduce a una “larga etapa de corrupción del PRI”. La razón
de esa prolongada decadencia es que “la maquinaria revolucionaria oficial
impidió que se eligiera a otro hombre del temple de Cárdenas”.
De Getulio Vargas, nos dice
Fontana, que fue “un dictador ilustrado” y el “Estado novo” por él fundado tuvo
un “carácter fascistoide”. El proyecto populista de Juan Domingo Perón, según
el historiador catalán, consistió en hacer que los “trabajadores ingresaran en
la burguesía nacional” por medio del “verticalismo” y el “claro influjo de corporativismo
fascista” del Partido Justicialista. La idea del populismo latinoamericano de
Fontana está profundamente desactualizada, en términos de la historiografía
regional, y carga con todo el fardo de prejuicios de la izquierda comunista del
siglo XX.
El relato de la Revolución
Cubana es simple: unos jóvenes nacionalistas revolucionarios, encabezados por
Fidel Castro, aplicaron la reforma agraria y expropiaron algunas empresas
norteamericanas. Estados Unidos reaccionó con hostilidad y planes subversivos
de la CIA y aquellos jóvenes se aliaron a la Unión Soviética. No eran
comunistas esos líderes, a pesar de que la poderosa influencia de Cuba en
América Latina significara la reproducción de guerrillas marxistas en casi todo
el continente. El Che Guevara sólo es relevante en esta historia por haber
propuesto a Kennedy un “modus vivendi” entre Washington y La Habana en 1961.
La simplificación de la historia latinoamericana, sobre todo en el periodo de la Guerra Fría, es resultado de una perspectiva colonial de izquierda, que metodológicamente opera privilegiando las fuentes imperiales. Si América Latina es una zona del mundo controlada por Estados Unidos, entonces los archivos que contienen la "verdad" de esa historia son los de la CIA, el FBI y el Pentágono. Esa perspectiva, que supuestamente denuncia la hegemonía imperial, reduce los actores de la historia latinoamericana a marionetas de intereses de la gran potencia hemisférica. Las revoluciones latinoamericanas no son estudiadas aquí a partir de sus propias fuentes, por lo que acaban narradas como rebeliones frustradas contra el imperio.
Excelente reseña, Fontana, como Marx, no se interesa en conocer América Latina con un mínimo de profundidad exegética.
ResponderEliminarLa reseña de Rojas muestra la imposibilidad de razonar con un libro sin razonamientos básicos sólidos. Por ejemplo, si se es estrictamente marxista, cómo puede elogiarse China, a no ser que se vea China como leninismo con una NEP hipertrofiada, es decir, con una gran participación de la empresa privada internacional en sociedad con el estado. Pero la culpa es del siglo XXI.
ResponderEliminarEl siglo XX fue una puesta en la práctica política de vulgarizaciones científicas y filosóficas de los siglos XVIII y XIX, pero la reseña de Rojas parece demostrar que versiones de esas ideas no se sostienen con el mismo éxito en el siglo XXI. El marxismo explica la desigualdad y la soluciona con la revolución. Quienes explican la prosperidad/pobreza con ideas que demostraron ser erróneas tienen muchas dificultades.
Una versión hispánica temprana de explicar la prosperidad/pobreza con el antiimperialismo, por ejemplo, podría verse en los cristianos que culpaban a los judíos de su pobreza, luego los ingleses culparían a los católicos españoles de su pobreza, más tarde los españoles culparían a los franceses de su pobreza; ya en el siglo XIX se culparía al imperialismo europeo de la pobreza del mundo y en el XX al imperialismo estadounidense y otros en menor grado.
El siglo XX descubrió que una idea no lo puede explicar todo, la revolución no es el camino a la prosperidad, un grupo pequeño puede controlar y exterminar a un grupo mil veces mayor, un par de países puede aniquilar civilizaciones enteras en minutos. Descubrió otras cosas pero me conformo por ahora con que estos hechos acaben de asentarse en los libros de historia.
Soren Triff
Bristol, Rhode Island