Libros del crepúsculo

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sábado, 9 de diciembre de 2017

Adolfo Salazar y su Habana negra

El profesor de la Universidad de Alcalá de Henares, Jesús Cañete Ochoa, ha compilado recientemente los artículos que el musicólogo español Adolfo Salazar, exiliado en la Ciudad de México en los años 30 y fallecido en esta capital, en 1958, escribió sobre la música cubana. Salazar viajó por primera vez a La Habana en 1930, cuando coincidió con su amigo, el poeta Federico García Lorca, quien le sirvió de cicerone en aquella ciudad del Caribe andaluz.
            Lorca llevaba dos meses en La Habana, cuando llegó Salazar en mayo de 1930, invitado por la Institución Hispano Cubana de Cultura, presidida entonces por el antropólogo Fernando Ortiz. Entre Ortiz, su discípula Lydia Cabrera y Lorca debieron haber tendido todas las alfombras por las que Salazar paseó su refinado sentido del ritmo y la armonía. A través de ellos conoció a los grandes músicos cubanos (Pedro Sanjuán, Amadeo Roldán, Alejandro García Caturla, Ernesto Lecuona, Gonzalo Roig, Rodrigo Prats…), pero también a sus mejores críticos, como los jóvenes Alejo Carpentier y Juan Pérez de la Riva, cuya amistad con Lorca se documenta en el prólogo de Cañete Ochoa.
            Salazar regresó a Madrid, Lorca fue asesinado en Granada y, pocos años después, luego del levantamiento franquista contra la República Española, el musicólogo regresó de vuelta a la isla, camino a su exilio mexicano. Ya para entonces había escrito la serie de crónicas deslumbrantes sobre La Habana y su música negra, para El Sol de Madrid, y su importante opúsculo sobre García Caturla, que aprovechará Carpentier en su gran ensayo La música en Cuba, editado por el Fondo de Cultura Económica en 1946.
            Las crónicas habaneras de Salazar para El Sol recuerdan lo mejor del género en Cuba y España, lo mejor de Casal y Baroja, de Ortega y Mañach. Empieza a narrar su contacto con la ciudad desde el camarote del barco, por cuya claraboya “entra una luz suave y un frescor que no era ya de mar, sino un frescor vegetal, amanecer de tierra”. Cuando Salazar se asoma a cubierta ve la “línea soberbia del Malecón, vanguardia en la perspectiva de la gran ciudad que es La Habana”.
            El musicólogo, que tiene apenas 40 años, advierte el dolor de los españoles mayores que lo acompañan, que conocieron aquel puerto cuando, tres décadas atrás, formaba parte de su imperio. Comprende ese dolor, pero simpatiza más con la nueva generación cubana, orgullosa de su independencia y genuinamente interesada en todo lo que llega de la península. Entre la “técnica superior del anglosajón y la técnica a ras de suelo, tan ultrademocrática del pueblo cubano”, Salazar cree percibir un espíritu intermedio, que es el hispánico.
            La música negra cubana, a su juicio, era la desembocadura de tres afluentes: África, España y Estados Unidos. Sus manifestaciones eran tan diversas como sus propios elementos formativos. Había música negra en los plantes rumberos de los solares, en las danzas para piano de Lecuona o en las composiciones sinfónicas de Roldán y Caturla. Aún así, en sus artículos en revistas habaneras como Musicalia y Pro-Arte Musical, de los años 30, Salazar privilegiaba la música culta, como esfera donde se decidía la vitalidad de aquel “trueque sonoro”.
            Para fines de la década, cuando mueren, demasiado jóvenes, Roldán y Caturla, y Sanjuán se traslada a Estados Unidos, Salazar advierte un “callejón sin salida” en la música negra de concierto en La Habana. Aquel diagnóstico, que intentaron resistir algunos críticos, fue suscrito por Carpentier en La música en Cuba, cuando hacía este apunte, válido también para la literatura y la política: “el nacionalismo nunca ha sido una solución definitiva. La producción musical culta de un país no puede desarrollarse, exclusivamente, en función del folklore”.

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