Frente al ascenso del racismo que vivimos a nivel global, lo menos pertinente es asumirnos libres de todo prejuicio racial. El prejuicio racial, como siempre pensó León Poliakov, el gran historiador del antisemitismo, es algo tan firmemente incrustado en la mentalidad contemporánea, por siglos y siglos de reproducción de uno u otro poder, que sólo se puede combatir desde el reconocimiento de su omnipresencia. Nada más racista que los decretos del fin del racismo, postulados por el socialismo real del periodo soviético, las filosofías del mestizaje en Brasil, México o Cuba o el republicanismo naiv de Estados Unidos.
La reacción, primero filosófica y luego
ideológica, contra la corrección política y la legislación multicultural que se
abrieron paso en Occidente, sobre todo, en los años 90, ya comienza a cosechar
sus primeros frutos políticos. La llegada al poder de líderes nacionalistas en
Europa del Este, como Orbán, Tudor o Siderov, o como Donald Trump en Estados
Unidos y, probablemente, Geert Wilders en Holanda, coloca al mundo ante una eventual
reversa del paradigma de la diversidad. Si Marine Le Pen no se inmutó al
comparar la inmigración musulmana con la ocupación nazi, Trump hizo campaña presidencial
con el estereotipo de los mexicanos como “drogadictos, criminales y
violadores”.
Por lo menos el multiculturalismo, fuera de sus
variantes más triunfalistas, parte de la premisa de que el racismo es un mal
cotidiano que debe corregirse. Hay una racionalidad contractual en esa
filosofía, que, como en Hobbes o en Locke, nos recuerda que en cualquier
momento, de no respetar ciertas normas del habla y el trato, caemos en el
estado de naturaleza de la lucha de razas. Michel Foucault lo apunta en su Genealogía del racismo (1976), cuando
señala que una vez que entramos en la guerra de razas, se pierde la distinción
entre dominantes y dominados y el otro aparece siempre como enemigo. Dice Foucault:
"Sería erróneo
considerar el discurso histórico de la guerra de razas como algo que pertenece,
de derecho y totalmente, a los oprimidos, y sostener que, al menos
en su origen, haya sido esencialmente el discurso de los dominados, el
discurso del pueblo, una historia reivindicada y narrada por el pueblo. En
realidad, estamos frente a un discurso dotado de un gran poder de circulación,
de una gran capacidad de metamorfosis, de una especie de polivalencia
estratégica. Es verdad que, por lo menos en sus comienzos, aparece delineado
por temas escatológicos y se nuclea en mitos que acompañaron los
movimientos populares a fines del Medioevo. Es preciso notar, sin embargo,
que se lo encuentra muy pronto -diría casi de inmediato- en la forma
de la erudición histórica, del romance popular o de las especulaciones
cosmo-biológicas. Se presentó por mucho tiempo como un discurso de los
diferentes grupos de oposición y, pasando rápidamente de uno al otro, fue
un instrumento relevante de crítica y de lucha contra una determinada
forma de poder. Pero se trató siempre de un instrumento compartido por
demasiados enemigos y demasiadas oposiciones. De hecho servirá al pensamiento
radical inglés durante la revolución del siglo XVII y algunos años
después, poco transformado, servirá a la reacción aristocrática francesa
contra el poder de Luis XIV. En los comienzos del siglo XIX, estuvo por cierto ligado con los proyectos posrevolucionarios de escribir una historia
cuyo verdadero sujeto fuera el pueblo. Sin embargo, sólo unos pocos años
después, servirá para descalificar a las sub-razas colonizadas. Entonces:
discurso móvil y polivalente porque, desde su origen, a fines del Medioevo,
no estuvo consignado a funcionar políticamente en un solo y único sentido".
Tanto la crítica neoconservadora al
multiculturalismo, al estilo de Samuel P. Huntington, como la neomarxista, a la
manera de Slavoj Zizek, tienen el inconveniente de subestimar la enorme
capacidad de mutación del racismo. Ambas críticas insisten en la hipocresía de
los discursos de la diversidad, pero, a cambio, no ofrecen ningún paliativo
contra la práctica cotidiana de la discriminación racial. Ni el liberalismo,
con su doctrina de los derechos naturales del hombre, ni el republicanismo, con
su quimera de una ciudadanía post-étnica, sirven de mucho para enfrentar la rutinización
del racismo.
Tampoco los discursos de la identidad nacional
ofrecen alternativas. Ya sea sobre la base de la homogeneidad étnica, como en
Europa, o del mestizaje, como en América Latina, el nacionalismo, cualquier
nacionalismo, tiende a normalizar la dominación racial. En nombre del
nacionalismo se cierran fronteras, pero también se venera a padres o a
caudillos de la nación, que son los primeros interesados en mantener el poder
biopolítico de una élite blanca. Hay racismo, también, como advertía Frantz
Fanon, en la demagogia anticolonial.
Una zona del antirracismo europeo y norteamericano pierde esto de vista, cuando respalda nacionalismos que consideran “subalternos”, en América Latina, y que en vez de reducir el racismo, lo han dotado de nuevas formas. La lección de Michel Foucault sigue siendo válida: el derecho, las leyes y las convenciones no escritas deben transformarse en armas del antirracismo. Y para ello se requiere dejar atrás cualquier prurito liberal, republicano o socialista y comprender la diversidad racial como parte del bien común.
Una zona del antirracismo europeo y norteamericano pierde esto de vista, cuando respalda nacionalismos que consideran “subalternos”, en América Latina, y que en vez de reducir el racismo, lo han dotado de nuevas formas. La lección de Michel Foucault sigue siendo válida: el derecho, las leyes y las convenciones no escritas deben transformarse en armas del antirracismo. Y para ello se requiere dejar atrás cualquier prurito liberal, republicano o socialista y comprender la diversidad racial como parte del bien común.
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