En una nota reciente sobre Seis años que cambiaron el mundo (2016), el libro de Hélène Carrère sobre la desintegración de la URSS, llamamos la atención sobre una ascendente historiografía que mira con nostalgia al pasado soviético. Es curioso: esa tendencia se asienta entre historiadores, pero no entre algunos de los mayores escritores contemporáneos, que, en sus novelas, mantienen viva la memoria del terror estalinista. Pongo sólo cuatro ejemplos: J. M. Coetzee, Martin Amis, Emmanuel Carrère y Julian Barnes.
Cotzee escribió una historia de la censura en el siglo XX, Giving Offenses (1996), que dedica varios capítulos al stalinismo, especialmente, al acoso contra Mandelshtam y Solzhenitsin. Martin Amis es autor de un libro titulado Koba the Dread (2002), una mezcla de memoria personal, biografía de Stalin y recuento de los procesos de Moscú, que irritó a más de un historiador. Carrère, nieto de aristócratas georgianos e hijo de la gran historiadora Hélène Carrère, ha tratado el tema soviético, por lo menos, en dos libros: Una novela rusa (2008), sobre la desaparición de su abuelo en 1944, acusado de agente nazi, y Limónov (2012), la ficción real sobre el extravagante escritor y político de la Rusia postsoviética.
Toca el turno ahora a Julian Barnes, quien dedica su última novela, El ruido del tiempo (2016), al caso de Dmitri Shostakóvich. En 1936, este músico exquisito de Leningrado, que había sido mimado por las autoridades soviéticas desde los años 20, cayó en desgracia tras el estreno de su ópera Lady Macberh de Mtsensk en el teatro Bolshói, al que asistieron Stalin, Mólotov, Mikoyán y Zhdánov. La ópera aparecía al final de la institucionalización definitiva del régimen soviético, que tuvo lugar entre 1932 y 1936, y que puso todo el campo de la cultura bajo el control ideológico del nuevo Estado.
El periódico Pravda, en un editorial que Barnes cree escrito por el propio Stalin y no por el entonces director del diario, Zaslavsky, definió la ópera con una batería de calificativos: "bulla en vez de música, apolítica y confusa, que cosquilleaba el gusto pervertido de los burgueses con su música inquieta y neurótica, graznaba y gruñía y resoplaba, con un ritmo nervioso, compulsivo y espasmódico, procedente del jazz, chillido para amanerados, sin gusto sano, confusa corriente de sonido, burda, primitiva y vulgar..."
El veredicto era sumario: Shostakóvich era un "desviacionista, pequeño burgués, formalista, meyerholdista, izquierdista, cosmopolita..., que nunca ha considerado el problema de lo que el púbico soviético busca en la música y espera de ella..., en fin, una amenaza para la cultura soviética". Desesperado, el músico pidió ayuda al general Mijáil Tujachevski, su admirador y mentor, quien escribió a Stalin, sin recibir respuesta. Cuando la NKVD lo cita para el interrogatorio, comprende que el objetivo no es tanto él como el general, que será ejecutado en 1937, acusado de agente trotskista y alemán.
A partir de entonces, Shostakóvich racionaliza la forma de tratar con el poder soviético, sobre la base de una negociación musical entre nacionalismo y cosmopolitismo, Rusia y Occidente, armonía y melodía, que le permitirá sobrevivir en la URSS, sin perder reconocimiento dentro y fuera de su país, especialmente en Nueva York, donde su música fue aclamada en el Madison Square Garden y se hizo amigo de Aaron Copland, Clifford Odets, Arthur Miller y Norman Mailer. Una negociación, sugiere Barnes, en la que el músico parecía ceder al canon oficial, como en la Quinta Sinfonía, para luego apartarse en la Octava y la Novena, que fueron descalificadas por Zhdánov.
Cuando en 1948, Stalin y su séquito vuelven a la ópera a presenciar el estreno de La gran amistad de Vano Muradeli, músico georgiano que se atrevió a tratar el tema incómodo de la sublevación de georgianos y osetios contra el Ejército Rojo, durante la Revolución de Octubre, Shostakóvich, que con Prokófiev y Jachaturián había apadrinado a Muradeli, volvió a ser víctima del ostracismo oficial. Para salir de la desgracia dedicó a Stalin, el "gran jardinero", su famosa Cantata de los bosques, aceptó asistir al Congreso por la Paz en Nueva York, donde renegó de su admirado Igor Stravinski, y llenó sus últimas sinfonías de alusiones a la gloriosa historia soviética, lo que le valió el puesto de diputado a la asamblea de los soviets y militante del Partido Comunista en 1960.
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