Decíamos hace unos días que el escritor francés Emmanuel Carrère ha tratado el tema del comunismo ruso, por lo menos, en dos libros, Una novela rusa y Limónov. Pero la cuestión soviética, que lleva en la sangre, reaparece en cualquiera de sus libros, cuando menos se le espera. Por ejemplo, en El Reino (2015), la tormentosa cavilación sobre la experiencia de su conversión al catolicismo, a principios de los 90, poco antes de que se revelara el caso de Jean-Claude Romand, el médico farsante y asesino de su familia, que convirtió en trama de su novela El adversario.
En El Reino Carrére se pregunta cómo es posible la conversión religiosa y vuelve sobre los orígenes de ese trance, sobre todo, en Los Hechos, las Epístolas de San Pablo y los Evangelios. Los apóstoles del cristianismo, Santiago, Pedro, Juan y Pablo, eran judíos que se convirtieron. Y el último de ellos, Pablo, antes Saúl de Tarso, había sido, además, un fariseo represor de los rebeldes cristianos bajo las órdenes del reino de Judea. Luego de su conversión, en el camino a Damasco, Pablo se entrega a un frenético proselitismo y regresa a Jerusalén con un mensaje renovador, que desafía a los apóstoles mayores.
Para trasmitir el conflicto, Carrère echa mano de la siguiente analogía: "Transpongámonos. Hacia 1925, un oficial de los ejércitos blancos que se ha distinguido en la lucha antibolchevique pide audiencia a Stalin en el Kremlin. Le explica que una revelación personal le ha dado acceso a la pura doctrina marxista-leninista y que se propone hacerla triunfar en el mundo. Pide que para esta acción Stalin y el Politburó le otorguen plenos poderes, pero no acepta someterse a ellos jerárquicamente. ¿Entendido?".
En esta primera analogía, San Pablo aparece como un reformador del leninismo, que podría asociarse a las figuras de Trotski o Bujarin, pero más adelante, cuando su poder se consolida, desplazando a los apóstoles más viejos, es él, Pablo, y no otro, el Stalin del primer cristianismo. Si Jesús era Lenin, ¿quién debía ser el sucesor? Responde Carrère: "debería haber sido Pedro, el más antiguo de los compañeros de Jesús. Podría haber sido Juan, que se presentaba a sí mismo como su discípulo predilecto. Los dos tenían toda la legitimidad necesaria, así como la tenían Trotski y Bujarin para suceder a Lenin, a pesar de lo cual el que la obtuvo, eliminando a todos sus rivales, fue un georgiano patibulario, Iósif Dzhugashvili, apodado Stalin, sobre el cual Lenin había declarado su desconfianza".
En este punto de la analogía, San Pablo es Stalin, pero unas páginas más adelante vuelve a ser Trotski. Cuando Carrère describe los múltiples exilios y prisiones de Pablo, especialmente en Cesarea, anota: "Era exactamente el estatuto de Trotski en los diferentes retiros que jalonaron su exilio, y la vida de Pablo en Cesarea debió de parecerse mucho a la del antiguo generalísimo del Ejército Rojo en Noruega, Turquía o en su último domicilio de México. Paseos repetitivos por un perímetro reducido. Un círculo de relaciones limitado a sus colaboradores más cercanos que tenían que enseñar la patita para visitarle".
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