Dos semanas, más o menos, ha durado este tramo -que no el último- de la discusión global sobre el legado de Fidel Castro. Cada quien hace sus cuentas y es revelador constatar que, a pesar de la enorme visibilidad mediática que ha tenido la muerte del político cubano y que, de cierta manera, continúa su astuto e incansable cortejo, en vida, de la gran prensa liberal occidental, algunos de sus mejores amigos, como Ignacio Ramonet, resumen lo que ha sucedido como "difusión de cantidad de infamias contra el Comandante cubano" y "uniformidad mediática que aplasta toda diversidad".
No es cierto: en los grandes medios impresos, audiovisuales y electrónicos de Estados Unidos, Europa y América Latina -no hablemos de los rusos o los chinos-, y en las redes sociales globales, han aparecido obituarios muy críticos, pero también muchas semblanzas apologéticas y ennoblecedoras y, en la minoría de los casos, análisis equilibrados de la larga trayectoria de Fidel Castro como jefe de Estado en Cuba durante 47 años y como figura protagónica de la política mundial en la Guerra Fría y el periodo post-soviético.
En los funerales que le rindieron en La Habana y Santiago de Cuba, en la prensa oficial de la isla y en sus plataformas aliadas en América Latina, que no son pocas aunque no hegemónicas, se habló naturalmente de Fidel Castro como héroe y genio, guía y santo del progreso mundial. Se destacaron su esfuerzo por hacer de Cuba -pobre "colonia" o "prostíbulo" yanqui, según la historia oficial- un país soberano e igualitario, su aporte a la independencia de Angola y Namibia y al fin del apartheid en Sudáfrica y su solidaridad con las naciones del Tercer Mundo.
Nadie mencionó ahí, por supuesto, el fracaso de la industria, la ganadería, la agricultura, el azúcar, la minería, la vivienda y los servicios en Cuba. Ni los rebrotes de racismo, homofobia y machismo, el deterioro del sistema de salud y educación desde los 90 o la dogmatización de la cultura, sobre todo, a partir de los años 70, pero de la que, por lo visto, todavía no se sale en la isla. Mucho menos se habló de las purgas cíclicas, los fusilamientos, la cárcel, el exilio, la represión de opositores y disidentes o el abandono de las reglas elementales del gobierno representativo y el estado de derecho. De todo eso se habló fuera de Cuba porque en la isla, como dice Ramonet, esas "infamias" están prohibidas.
Ni por asomo, alguien se refirió en esos medios a la subsistencia en Cuba de un régimen de partido comunista único y a su permanencia en el poder por casi medio siglo como algo anómalo o negativo. La ausencia de democracia es, para muchos en la izquierda autoritaria, parte del legado defendible de Fidel Castro, ya sea porque creen que en la isla existe un sistema político "diferente", que hay que respetar como parte de su soberanía, o porque, como dijo Rafael Correa en la Plaza de la Revolución, citando a San Ignacio de Loyola, todo en Cuba, hasta la falta de libertades, se justifica por el "bloqueo", ya que "en una plaza sitiada la disidencia es traición".
La pregunta recurrente de los medios,"¿fue Fidel un héroe o un tirano, un revolucionario o un dictador?", adquiere todo su sentido frente a esa polaridad. Como bien han señalado Vanni Pettinà y Patrick Iber, dos jóvenes historiadores no cubanos, uno italiano y el otro norteamericano, pero grandes conocedores de la Guerra Fría en América Latina, la dificultad para responder a esa pregunta reside en que Fidel Castro fue ambas cosas. Fue el líder de una Revolución y, a la vez, el jefe de un Estado construido a partir del modelo totalitario comunista del siglo XX. No se trata de una rareza: es de lo más frecuente en la historia universal que las figuras del revolucionario y el tirano se junten en la misma persona.
Admitir algo tan elemental no es ambivalencia sino comprensión de ciertas dualidades de la historia universal. Negar que en Cuba se produjo una revolución contra un régimen autoritario de derecha, típico de la primera fase de la Guerra Fría en América Latina, y que Fidel Castro la encabezó, cambiando radicalmente la estructura social, económica y política de Cuba, y sus relaciones con el mundo, es tan equivocado como negar que, en efecto, el nuevo Estado que se derivó de aquel proceso pertenece a la familia de los totalitarismos de izquierda del siglo XX. Creo que, en los próximos años, ese discernimiento conceptual crecerá en la academia de las ciencias sociales y en los medios de comunicación globales, y que la mayor resistencia a esa forma de entender el legado fidelista provendrá, precisamente, de las comunidades cubanas aferradas a un duelo o el otro, en la isla o en el exilio.
Me gustaría saber si vas a desarrollar más la idea del duelo. Te refieres a los nostálgicos de Stalin y Mao? Y a las viudas de Fidel como Ramonet? Habrá duelo alguna vez por la Republica? Más abrazos
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