Que un buen poeta
sea, a la vez, un prosista virtuoso es menos frecuente de lo que se cree. T. S.
Eliot o Paul Valéry alcanzaron el mayor refinamiento en ambos géneros, lo que
no podría decirse de Pound o Stevens, menos cómodos fuera del verso. En la
América Latina moderna, algunos de los mayores poetas, como Pablo Neruda o
César Vallejo, fueron prosistas mediocres. El estatuto de la poesía, en espléndidos
cultivadores de la prosa, como Jorge Luis Borges o Alfonso Reyes, sigue a
debate entre los críticos.
El cubano Gastón Baquero (1914-1997) es
un caso emblemático del ejercicio paralelo de buena poesía y buena prosa. No me
refiero a la prosa como continuación de la poesía por otro medio, como a veces
sucede en Rubén Darío o César Vallejo, o a la prosa de ficción, que Baquero
nunca escribió. Me refiero a la prosa que se ramifica, cómodamente, entre el
artículo, la crítica, el ensayo, la memoria o el epistolario. Una prosa que
preserva la misma transparencia, el mismo tino, en ese desdoblamiento textual.
Desde los años 90, cuando Baquero fue
redescubierto por los poetas de la isla, crece el interés por este escritor,
exiliado tan pronto como abril del 59. Prácticamente toda su poesía, cómplice
de José Lezama Lima y sus revistas Espuela
de Plata y Orígenes, se ha rescatado:
desde Saúl sobre su espada (1942)
hasta Poemas invisibles (1991). Sin
embargo, la prosa sigue dispersa: luego de la incompleta antología de los Ensayos (1995), en Salamanca, hubo que
esperar hasta fechas recientes para que Alberto Díaz-Díaz y Carlos Espinosa
recuperaran parte de su cuantiosa y rica ensayística.
Ahora el poeta, editor y crítico Pío
Serrano, en Madrid, reúne unos Ensayos
selectos (Verbum, 2016), que captan aquel amplio registro en prosa. Estos
ensayos recorren la estantería personal del poeta, Eliot y Valéry, Perse y Rilke,
Darío y Vallejo, pero también la impronta de los poetas cubanos más admirados:
Julián del Casal, Mariano Brull, Emilio Ballagas y José Lezama Lima. Frente a
su gran amigo Lezama, que fue un ensayista original sin ser un prosista muy
hospitalario –salvo en los ejercicios periodísticos de Tratados en La Habana (1958), que escribió a exhorto del propio
Baquero-, estas piezas son retazos de una misma claridad.
A diferencia Lezama, y al igual que
Jorge Mañach o Francisco Ichaso, Baquero estuvo siempre en el centro de la
esfera publica de la isla. Aunque graduado de Ingeniería Agrónoma y doctorado
en Ciencias Naturales, desde muy joven se insertó en los círculos periodísticos
y políticos republicanos, llegando a ser Secretario de Redacción de Diario de la Marina. La prosa de
Baquero, como la de Martí y la de Casal, se formó en el linaje del buen
periodismo. De ahí esa vocación omnívora y esa constancia estilística que lo
mismo descifraba la charada china que debatía la conveniencia o no de crear un
nuevo partido político para enfrentar la crisis del golpe de Estado de 1952.
Siempre se ha dicho que fue batistiano,
pero una lectura atenta de sus artículos en Diario
de la Marina, en los 50, obliga a matizar el juicio. En su “Despedida de
los lectores”, de abril del 59, definía su ideología como “conservadora” –inusual
honestidad en América Latina- y rechazaba la “censura, el crimen y la
violencia” de los últimos años de Batista, cuyo régimen no dudaba en llamar
“dictadura que cometió terribles errores y tantos horrores”. Pero descreía de la
Revolución por su absolutismo: “las revoluciones quieren hacer por decreto que
en un instante se precipite el progreso, y nazca el hombre nuevo y surja por
encanto la ciudad soñada”.
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