Releo por estos días al narrador chileno Roberto Bolaño (1953-2003) y me
hago la pregunta que otros se hicieron
antes, pero no respondieron del todo. Probablemente yo tampoco la responda,
pero el primer paso es hacerla: ¿se leyó a Roberto Bolaño en Cuba? No me
refiero a la lectura de un reducido grupo de escritores sino a la constitución
de un público lector en la isla, como los de Gabriel García Márquez o Julio Cortázar,
hasta los 80.
En México y Argentina, en
Perú y Chile, Bolaño fue muy leído entre mediados de los 90 y mediados de los
2000, cuando la editorial Anagrama lo convirtió en escritor de culto. Desde Estrella distante (1996) y, sobre todo, Los detectives salvajes (1998), que ganó
los premios Herralde y Gallegos, Bolaño se colocó a la delantera de la
literatura latinoamericana de fin de siglo. Un acelerado reconocimiento que
llegó al mito con su temprana muerte en 2003, de una insuficiencia hepática
crónica, y la aparición de su gran novela póstuma, 2666, al año siguiente.
El fenómeno Bolaño fue el
tiro de gracia al paradigma de la novela latinoamericana heredado del boom. Con
un realismo irónico, creó ficciones sobre temas inexplorados o sometidos a trato
solemne, en la literatura latinoamericana, como el nazismo, la dictadura de
Pinochet, el México del 68, las miserias de la ciudad letrada, la suerte de los
poetas menores, el exilio, la guerrilla, el alcoholismo o la novela policiaca.
Lector de Borges y Parra, pero también de James Elroy y Walter Mosley, Bolaño,
como Ricardo Piglia, condujo el policiaco por una vía refinada, que poco o nada
tiene que ver con el mainstream de la
novela negra, ritualizado en la “semana de Gijón”.
Los contemporáneos de
Bolaño en Cuba, es decir, los novelistas nacidos a principios de los 50 (Senel
Paz, Eliseo Alberto, Miguel Mejides, Leonardo Padura, Abilio Estévez, Arturo
Arango, Francisco López Sacha…) no lo leyeron con la complicidad de otros
latinoamericanos de la misma generación o un poco más jóvenes, como el mexicano Juan Villoro, los
argentinos César Aira, Rodrigo Fresán y Alan Pauls o los españoles Javier Cercas y Enrique Vila-Matas.
El único escritor de la isla que interesó a Bolaño fue Pedro Juan Gutiérrez,
aunque su nota sobre Trilogía sucia de La
Habana (1998), que el crítico Ignacio Echevarría incluyó en Entre paréntesis (2004), cuestiona el manido
parentesco del cubano con Charles Bukowski y asegura que, por los jaloneos
comerciales del exotismo, a Gutiérrez “no se le toma en serio”.
Hay en la obra crítica de
Bolaño alusiones favorables a Alejo Carpentier, como aquella en que destaca el
parecido entre el inicio de El siglo de
las luces y la noveleta Rudin de
Iván Turguénev. Pero, evidentemente, el escritor cubano con el que más se
identificó el chileno fue Reinaldo Arenas, cuyo rescate editorial en Tusquets
siguió de cerca desde su residencia en Blanes, en los 90. Gracias a Arenas y a
sus propias andanzas por la izquierda latinoamericana y, especialmente,
centroamericana, Bolaño entornó una mirada crítica al castrismo que interroga
su veneración en sectores de la academia norteamericana, creyentes en el paraíso
fidelista.
En un conocido artículo sobre los premios literarios en Chile, Bolaño decía preferir que se premiara a novelistas comerciales como Isabel Allende que a escritores pretendidamente buenos, como Volodia Teitelboim o Antonio Skármeta, a quienes asociaba con el tipo de narrador que se favorecía en Cuba. Esos novelistas consagrados por la izquierda boba latinoamericana ocupaban, a su juicio, un lugar equivalente al de los narradores del realismo socialista en la Unión Soviética y Europa del Este. En su rechazo a la política literaria cubana, Bolaño no hacía más que ser fiel al magisterio de su admirado Nicanor Parra.
Baste recordar, entre otros desencuentros, su renuncia al Jurado del Premio Rómulo Gallegos en 2001, por advertir que el manejo chavista de ese importante galardón literario comenzaba a repetir los “métodos estalinistas de Casa de las Américas”. Bolaño fue uno de los tantos escritores de la izquierda latinoamericana que rechazó la sovietización del socialismo cubano como una defección de los ideales del 68 y que, a diferencia de otros de su misma generación, no llenó el vacío del colapso comunista con una vuelta a la fe populista de la mano de Hugo Chávez.
En un conocido artículo sobre los premios literarios en Chile, Bolaño decía preferir que se premiara a novelistas comerciales como Isabel Allende que a escritores pretendidamente buenos, como Volodia Teitelboim o Antonio Skármeta, a quienes asociaba con el tipo de narrador que se favorecía en Cuba. Esos novelistas consagrados por la izquierda boba latinoamericana ocupaban, a su juicio, un lugar equivalente al de los narradores del realismo socialista en la Unión Soviética y Europa del Este. En su rechazo a la política literaria cubana, Bolaño no hacía más que ser fiel al magisterio de su admirado Nicanor Parra.
Baste recordar, entre otros desencuentros, su renuncia al Jurado del Premio Rómulo Gallegos en 2001, por advertir que el manejo chavista de ese importante galardón literario comenzaba a repetir los “métodos estalinistas de Casa de las Américas”. Bolaño fue uno de los tantos escritores de la izquierda latinoamericana que rechazó la sovietización del socialismo cubano como una defección de los ideales del 68 y que, a diferencia de otros de su misma generación, no llenó el vacío del colapso comunista con una vuelta a la fe populista de la mano de Hugo Chávez.
¡Fascinante! Gracias por esta nota.
ResponderEliminar¡Fascinante! Gracias por esta lúcida nota.
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