Ha muerto el
escritor húngaro Imre Kertész (1929-2016) y parece inevitable la sensación de
que el mundo se va quedando sin testigos cabales del horror del siglo XX, como
Primo Levi o Jorge Semprún. En Sin destino
(1975), Kertész narró su sobrevivencia al universo concentracionario de Auschwitz
y su traslado a Budapest, su ciudad natal, tras la liberación del campo por los
soviéticos. Muy pronto, aquel regreso a casa se convertiría en la experiencia
de un nuevo horror: la expansión del estalinismo por Europa del Este.
El tipo de testigo que fue
Kertész estaría cerca de una memoria completa del totalitarismo del siglo XX
por haber sido víctima del nazismo y del comunismo. A diferencia de muchos
otros escritores de su generación, en aquella zona de Europa, que asumieron el
proyecto comunista como superación del fascismo, él advirtió la medula del
totalitarismo en el nuevo régimen. La
publicación de Sin destino (1975),
luego de doce años de escritura, bajo el gobierno de Janos Kádar, le ganó la
antipatía de la burocracia prosoviética de Hungría, llegando a ser uno de los
más de 20 000 presos políticos que produjo aquel socialismo real.
La experiencia del
totalitarismo en Kertész llegó a ser tan íntima que sus obras fundamentales
giran en torno al mismo trauma. En Kaddish
por el hijo no nacido la paternidad imposible o trunca es presentada como
una cancelación de la vida futura que remite al abismo del holocausto. En Liquidación, el suicidio de un escritor
tiene como clave su nacimiento en un campo de concentración, que lleva marcado
con un tatuaje azuloso en el muslo. La literatura fue para Kertész una
inscripción permanente de la barbarie del totalitarismo.
Era natural que ese doble
sobreviviente celebrara la caída del Muro de Berlín en 1989 y la descomposición
de la URSS en 1991. Así como nunca llegó a ver el comunismo como redención del
fascismo, tampoco se dejó llevar por la nostalgia del socialismo real después
de la Guerra Fría. No hubo ostalgie en
Kertész y en una entrevista con The New
York Times, a fines de los 90, celebró la vuelta de la democracia en
Hungría, para asombro de cierta zona de la intelectualidad liberal de Estados
Unidos, que esperaba de él un posicionamiento más crítico frente al avance del
mercado en Europa del Este.
En Diario de la galera, un cuaderno de apuntes que llevó a principios
de los años 60, cuando comenzaba a redactar Sin
destino, anotó: “aun cuando hable de otra cosa, hablo de Auschwitz. Soy un
médium del espíritu de Auschwitz. Auschwitz habla a través de mí”. El
testimonio adquirió tanta corporeidad en la literatura de Kertész que lo
llevaba a reaccionar contra las representaciones de la shoah que consideraba
frívolas, como La lista de Schindler,
el film de Steven Spielberg. Para
referirse a la película de Spielberg, Kertész echó mano de un término muy caro
a Milan Kundera: “kitsch”.
Según Kertész, el kitsch del
holocausto era un tipo de representación del totalitarismo que se desentendía
de la posibilidad de que el horror pudiera volver a suceder. El testimonio
total tenía que ver con el sufrimiento bajo los dos totalitarismos del siglo
XX, pero también con una filosofía vigilante, siempre abierta a la repetición
del holocausto, heredada, en buena medida, de Elias Canetti. No es extraño que
en sus últimos años, el escritor viera con inquietud el ascenso de un
nacionalismo autoritario en Hungría que, bajo el gobierno de Viktor Orbán,
llegaría a practicar una de las políticas más xenófobas de Europa.
Tocayo: has escrito con este una de tus mejores opiniones. Quien pasa por un talego totalitario va marcado para siempre. Abrazos desde Texas.
ResponderEliminar