La última novela de Martin Amis, La Zona de Interés (2015), fue pensada para producirnos una mezcla de fascinación y asco. Y lo consigue. Amis colocó a un seductor nazi en el campo de concentración de Chelmno (Kulmhof), en Polonia, en los años de la masacre de decenas de miles gitanos y judíos del gueto de Lodz, que fueron gaseados en crematorios y vagones habilitados para exterminar a multitudes con monóxido de carbono.
El joven SS, Golo, se enamora de la esposa del jefe del campo de concentración, una hermosa alemana madura que en su juventud tuvo un romance con el profesor universitario y líder comunista, Dieter Kruger, desaparecido después del incendio del Reichstag. El cortejo de Golo, sobrino de Martin Borman, en los atardeceres de Chelmno, bajo el aire infectado, recuerda deliberadamente la gran tradición moderna de la narrativa de amor y guerra, de Stendhal y Tolstoy, pero en un escenario colocado más allá del horror.
El interés de Frau Doll -y del propio Golo- en el paradero de su antiguo amante comunista, en las horas finales del régimen nazi, busca insinuar una ambivalencia moral y política en una zona del nazismo, que ennoblecería a los personajes. Aún así, Amis se aseguró de que los tres personajes centrales de esta novela construida a partir de una sucesión de monólogos, es decir, Doll, el jefe del campo, Golo, el Don Juan, y Szmul, un judío verdugo, que auxiliaba a los nazis en las labores de exterminio, resultaran aborrecibles.
Amis hace tres guiños metatextuales al lector, el epílogo-ensayo "Lo que sucedió", un exergo del famoso pasaje antisemita del Macbeth de Shakespeare, en el que las brujas cocinan un "hígado de judío blasfemo" junto con todo tipo de alimañas, y una dedicatoria al final de la novela: "a todos aquellos que sobrevivieron y a todos aquellos que no sobrevivieron. A la memoria de Primo Levi (1919-1987) y a la memoria de Paul Celan (1920-1970). Y a los innúmeros de judíos relevantes y medios judíos y un cuarto de judíos de mi pasado y mi presente".
Se trata, por lo visto, de una suerte de resguardo contra los equívocos morales que puede producir, en algunos lectores, este experimento estético. Pero el propósito de Amis, que no es otro que probar, una vez más, la impunidad de la novela, su soberbia capacidad para fabricar la ficción en el territorio más distante u opuesto a la civilización, se ha cumplido. Amis no ha hecho más que dar la razón a Adorno, por enésima vez, demostrando que no sólo el arte, la poesía y, sobre todo, la novela son posibles después del holocausto sino que pueden hacer del holocausto su trama, a riesgo, siempre, de estetizar la barbarie.
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