Una versión reducida de esta reseña de Mea Cuba antes y después.
Escritos políticos y literarios (Obras Completas, Vol. II), Barcelona,
Galaxia Gutenberg, 2015, 1300 pp., de Guillermo Cabrera Infante, aparece en el número de diciembre de la revista Letras Libres, en la Ciudad de México y Madrid.
Cuando
la editorial Vuelta que dirigía Octavio Paz publicó la primera edición de Mea Cuba (1993) en México, y organizó su
lanzamiento, se produjo una amenaza de bomba que obligó a una revisión
policiaca del local en que Enrique Krauze, José de la Colina y Carlos Monsiváis
presentarían el libro. Guillermo Cabrera Infante no pudo viajar a México a la
presentación de su libro, pero envió un mensaje grabado en un video. La
reacción del régimen cubano y de la izquierda mexicana leal a Castro, contra
aquel volumen de Guillermo Cabrera Infante, fue una señal inteligible de la
peligrosidad que el castrismo concedía al autor de Tres tristes tigres (1967).
Guillermo Cabrera Infante fue,
acaso, el escritor cubano más odiado y vilipendiado por la cultura oficial de
la isla y sus aliados internacionales en el último medio siglo. Hubo otros
escritores denigrados por el castrismo, como Heberto Padilla, Reinaldo Arenas, Jesús Díaz, Raúl Rivero, María Elena Cruz Varela o Zoé Valdés, pero
ninguno llegó a concentrar tanta antipatía y tanto afán de descalificación. La
razón de ese odio, hoy nos parece incontrovertible: la calidad de la literatura
de ficción de Cabrera Infante le ofrecía una plataforma privilegiada de
cuestionamiento político al régimen de la isla.
El buen escritor político no es el
escritor malogrado, como piensan quienes reducen la literatura de ideas al
panfleto o a la calculada catarsis demagógica. El buen escritor político,
llámese Karl Kraus en Austria, George Orwell en Gran Bretaña, Albert Camus en
Francia u Octavio Paz en México, es el que ha probado sus virtudes en otras
formas de escritura. La mejor literatura política siempre ha sido escrita por
autores seguros, buenos poetas o buenos narradores, que intervienen en la cosa
pública con la certeza de que pueden regresar a su arte en cualquier momento.
No hay buen escritor político que lo sea de manera profesional o que no aguarde
la vuelta a la ficción o a la poesía, luego de defender su verdad en la esfera
pública.
En las páginas introductorias de la
primera edición de Mea Cuba,
“Naufragio con amanecer al fondo”, Cabrera Infante parecía dudar de su
identidad como escritor político. “¿Qué hace un hombre como yo en un libro como
éste? Nadie me considera un escritor político ni yo me considero un político”,
se preguntaba y se respondía. La política era una imposición moral del propio
régimen cubano, que obligaba al escritor exiliado a posicionarse públicamente.
Cabrera Infante llegaba a confesar, incluso, que había demorado la aparición de
Mea Cuba, con la esperanza de que el
libro se publicara junto con la caída del régimen. Ese desenlace le parecía un
buen “colofón” para la historia de Cuba y para su propia biografía, pero
también un acto final que lo emanciparía de la política: “no más banderas”.
Además de un exorcismo, Mea Cuba era una larga confesión. No
sólo por su apelación a la “culpa” –“la culpa es mucha y es ducha: por haber
dejado mi tierra para ser un desterrado y al mismo tiempo, dejado atrás a los
que iban en la misma nave, que yo ayudé a echar al mar sin saber que era el
mal”- o por el reconocimiento de su “silencio” hasta 1968 sino por el
aprovechamiento de la memoria para la crítica política. Si en La Habana para un infante difunto (1979) o Cuerpos
divinos (2010), la memoria era el archivo de la ficción, en Mea Cuba sería un arma de la impugnación
y la invectiva. Desde sus primeros artículos de oposición al gobierno cubano,
en Primera Plana, en 1968, el
semanario argentino fundado por Jacobo Timerman y Tomás Eloy Martínez, hasta
los últimos en El País, Cabrera
Infante recordaba cada detalle de su exilio, como testimonio de la intolerancia
del poder.
La censura del film PM y el cierre de Lunes de Revolución, la
polémica con el Caimán Barbudo, la
defensa de Heberto Padilla, Reinaldo Arenas y tantos otros escritores cubanos
reprimidos durante los años 70 y 80, sus homenajes a José Martí, Lino Novás
Calvo, Lydia Cabrera, Calvert Casey, Enrique Labrador Ruiz, José Lezama Lima,
Virgilio Piñera, José Raúl Capablanca o Néstor Almendros, a quien dedicaba el
libro, la vindicación del exilio o su exhaustivo inventario de los abusos y
desmanes del castrismo tenían la fuerza de una verdad política. Una verdad
revelada por la memoria y esgrimida por un discurso que abjuraba de la historia
y del poder, a la vez que exaltaba la geografía y la cultura, en un sentido
similar al plasmado en su gran ensayo, Vista
del amanecer en el trópico (1974).
Aunque Cabrera Infante recordaba
constantemente sus orígenes comunistas, su intervención en la lucha contra la
dictadura de Fulgencio Batista y su breve pertenencia al nuevo funcionariado
cultural de la Revolución, enmarcó la edición de Mea Cuba entre su ruptura pública con el régimen, en 1968, y 1992,
año de la desintegración de la URSS y del quinto centenario de la llegada de
Cristóbal Colón a América. Como tantos otros intelectuales occidentales, había
entendido que el corte histórico que se abría con la caída del Muro de Berlín y
el fin de la Guerra Fría, era el momento propicio para una transición a la
democracia en Cuba. En Mea Cuba el
castrismo era cuestionado como el último poder estalinista que sobrevivió en
Occidente a fines del siglo XX.
Esa enmarcación histórica de la literatura política de Cabrera Infante prescindía, deliberadamente, de sus artículos a favor de la Revolución, especialmente en Lunes, entre 1959 y 1961. La más reciente edición de Mea Cuba, cuidada por Antoni Munné Ramos, incorpora buena parte de aquellos textos, ofreciendo una imagen más completa de la evolución ideológica del escritor. Es un acierto de Munné y de la viuda del escritor, Miriam Gómez, haber decidido la integración de toda la literatura política de Cabrera Infante, abandonando la comprensible pero equivocada identificación de aquella prosa con el anticastrismo de 1968 en adelante.
Esa enmarcación histórica de la literatura política de Cabrera Infante prescindía, deliberadamente, de sus artículos a favor de la Revolución, especialmente en Lunes, entre 1959 y 1961. La más reciente edición de Mea Cuba, cuidada por Antoni Munné Ramos, incorpora buena parte de aquellos textos, ofreciendo una imagen más completa de la evolución ideológica del escritor. Es un acierto de Munné y de la viuda del escritor, Miriam Gómez, haber decidido la integración de toda la literatura política de Cabrera Infante, abandonando la comprensible pero equivocada identificación de aquella prosa con el anticastrismo de 1968 en adelante.
Los artículos en Lunes –la charla con Luis Cardoza y
Aragón sobre el golpe de Estado de la CIA y el ejército guatemalteco contra
Jacobo Arbenz, el apoyo a los fusilamientos de agentes batistianos, la crítica
al tratamiento de las medidas revolucionarias en la prensa norteamericana, el
homenaje a Pablo de la Torriente Brau, la defensa de la literatura anti-establishment
en Estados Unidos, sus llamados a la unidad contra la política hostil de
Washington y el primer exilio o sus textos contra la invasión de Bahía de
Cochinos- eran los posicionamientos genuinos de un partidario de la Revolución
que, como la mayoría de la izquierda intelectual latinoamericana en aquellas
décadas, se inscribía en un socialismo liberal o democrático, claramente
opuesto al linaje estalinista.
De hecho, en muchos de los primeros
artículos de ruptura de Cabrera Infante con el castrismo, entre 1968 y 1976 o
hasta Exorcismos de esti(l)o,
publicado en ese último año, su posición pública seguía preservando nociones y
acentos propios de aquella izquierda socialista anti-estalinista, ligada a una
estética de vanguardia que compartía no pocas pautas con la zona más
experimental o heterodoxa del boom de
la novela latinoamericana. La radicalización anticastrista del pensamiento
político de Guillermo Cabrera Infante era tanto el efecto de su reacción moral
contra la deriva totalitaria de la Revolución Cubana como de la maduración y el
desencanto ideológico de un escritor que, honestamente, celebró el triunfo
revolucionario de enero de 1959.
En un escritor como Guillermo
Cabrera Infante, que nunca permitió que el estilo dejara de ser una marca
personal de la prosa, no hay cajón de sastre. La obra periodística del periodo
revolucionario guarda muchos parentescos con las viñetas y relatos de Así en la paz como en la guerra (1960) y
con las notas sobre cine de G. Caín en Carteles.
El texto “La letra con sangre”, sobre Playa Girón, es ejemplar en este sentido:
Cabrera Infante va a Bahía de Cochinos a narrar una epopeya y acaba escribiendo
un reportaje sobre una “guerra rara”, en la que el campo de batalla es una
larga carretera, donde el enemigo aparece cuando está a punto de desaparecer y volverse
otra cosa: un ejército prisionero. Ese Cabrera Infante miliciano, que recuerda
las ideas de Carl von Clausewitz sobre la guerra y las refuta en su monólogo,
es el mismo gran escritor político que en Mea
Cuba cuenta la historia del suicidio en Cuba, narra la inmolación de José
Martí y celebra la cultura del exilio.
A pesar de que Cabrera Infante llegó
a juzgar aquel compromiso inicial con la Revolución desde el enunciado de la
“culpa”, la nueva edición de Mea Cuba
ofrece la plasmación de la verdad política del escritor en ambos momentos: el
revolucionario y el anticastrista. No hay contradicción o incoherencia en el
tránsito de un momento a otro, ya que la Revolución que defendió Cabrera
Infante, en su juventud, era un movimiento social antiautoritario y liberador,
mientras que el régimen al que se opuso desde el exilio, hasta su muerte en
2005, era un totalitarismo encabezado por un caudillo megalómano y mesiánico.
El eje de esa evolución es aquel estilo exorcizado, aquella transparencia moral
del ingenio que hizo del autor de Tres
tristes tigres uno de los mayores prosistas de la lengua.
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