Libros del crepúsculo

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domingo, 8 de noviembre de 2015

¿Qué fue la Revolución Cubana?

Mi libro Historia mínima de la Revolución Cubana (2015) tuvo la suerte de generar polémica. La idea de revolución que ahí se sostiene –un proceso de cambio económico, político, social y cultural entre mediados de los 50 y mediados de los 70, que culmina con la edificación de un nuevo Estado en 1976- tiene sentido para muchos, especialmente para el lector no cubano, acostumbrado a pensar en términos similares otras revoluciones, como la francesa, la rusa o la mexicana. Pero la tesis, expuesta en ensayos previos como La máquina del olvido (2012), donde se distingue la Revolución Cubana del régimen comunista o del modo castrista de gobierno, produce rechazo en lectores cubanos, dentro o fuera de la isla. Lectores que, a veces, se asumen como políticamente antagónicos, pero que comparten las mismas nociones históricas.
            Revolución es, tal vez, el concepto más mistificado en la cultura política del siglo XX cubano. No importa que hayan pasado sesenta años de la última revolución o cuarenta de la constitución definitiva de un nuevo orden social y un nuevo régimen político, que institucionalizó aquel cambio. Buena parte de la cultura política sigue presa del maniqueísmo generado por el “evento” y piensa la Revolución como epifanía del bien o del mal, como fundación o como trauma. En el fondo, se trata de una mistificación paralela y especular: en la ideología oficial, Revolución es sinónimo de patria, nación, socialismo, Fidel y Raúl; en la ideología exiliada u opositora, es sinónimo de dictadura, totalitarismo, comunismo o castrismo. Esa embrutecedora sinonimia no respeta el campo de significación de cada concepto, ni acepta que la Revolución, cualquier revolución, es algo diferente a un orden social, un régimen político, una ideología, un líder o un gobierno.esis, ya expuesta en en ensayos s, la de 1959, produjo un ro fuera de la isla.
in embargo, esa tesis, ya expuesta en en ensayo             En comentario que puede leerse como síntesis de todas esas confusiones, más otras, derivadas de la incapacidad para discernir los roles de la historia y la propaganda, de la academia y los partidos o del intelectual y el político, Enrique del Risco desaprueba que en Historia mínima se caracterice a la Cuba previa a 1959, como un “país subdesarrollado y desigual”. La frase aparece antecedida de un “a pesar de las cifras”, en medio de varias páginas (19-22) dedicadas a considerar las estadísticas económicas, sociales y políticas de Cuba, sobre todo entre los años 40 y 50, que exponen a la isla como uno de los países más avanzados de América Latina. Esa visión del antiguo régimen, que incluye por supuesto la adelantada legislación electoral y constitucional heredada del 40 y la modernidad de la esfera pública, va contra el relato de la historia oficial. Sin embargo, en 1958, Cuba -como Venezuela y Uruguay, que tenían un PIB per cápita superior- no era, según todos los organismos internacionales de entonces, un país desarrollado ni igualitario, aunque su clase media y su economía crecieran sostenidamente.
            Dice también Del Risco que en mi libro se presenta la elección racional de la vía comunista y la alianza con la URSS de las nuevas élites del poder como un acto “impersonal”. Creo que la palabra está mal utilizada, pero parece que quiere decir que en Historia mínima se sostiene que la radicalización comunista de 1960 no respondió a la decisión de una o varias personas. Sin embargo, entre las páginas 108 y 112, se explica en detalle que el giro al comunismo se produjo entre la primavera y el verano de 1960, luego de que las purgas de políticos moderados del primer gobierno revolucionario pusieran el poder en manos de los que llamo “nuevos comunistas”, especialmente, Fidel Castro, Raúl Castro y Ernesto Che Guevara.
            Hay otro momento de evidente manipulación en el artículo de Del Risco que es cuando me atribuye sostener que la “política económica de la segunda mitad de los 60” se debió al “deseo de Castro de serle leal al legado ideológico de Guevara”. La frase correcta es “no es improbable que Fidel Castro intentara serle leal por un tiempo” y se refiere, no a Guevara o a su “legado ideológico”, como tuerce el comentarista, sino al modelo de planificación del financiamiento presupuestario. Como se lee más adelante, la conclusión del libro es que a lo sumo entre 1967 y 1968, durante la Ofensiva Revolucionaria, se produjo en la práctica esa aproximación al guevarismo, ya que el modelo soviético subsistió y se reforzó tras la zafra del 70.
            Otro momento en que la lectura de Del Risco demuestra ser más la que tenía prefabricada en su mente antes de leer el libro, que la que el texto permite, es cuando me hace sostener que la caída de Batista y el triunfo de la Revolución se debieron a una “derrota militar” y hasta encuentra “épica” y “heroísmo” en un texto deliberadamente frío. A las batallas de la Sierra –que en un trance decimonónico lo llevan a hablar de la novela histórica de Fenimore Cooper y Mark Twain- sólo se le dedican tres párrafos (pp. 88 y 89) y la caída de Batista se explica,  al igual que el origen mismo de la insurrección, como un fenómeno centralmente político, en el que jugó un papel decisivo no sólo la pérdida de legitimidad del régimen sino el deterioro de la opción pacífica y electoral, una sociedad civil y una opinión pública autónomas, el ascenso de la popularidad de los rebeldes y la retirada del apoyo de Estados Unidos.
            Entre todas las manipulaciones de Historia mínima de Enrique del Risco, la más evidente es la aseveración de que no se describe la “voluntad de poder” de Fidel Castro. Creo, más bien, que lo que echa en falta es que Fidel Castro no sea un personaje protagónico del texto hasta 1958. La razón de esa centralidad tardía responde a que el libro se inclina por la tesis de que hasta entonces Castro no es el único ni el principal líder de la Revolución. Pero a partir de 1958 e incluso antes, desde 1957, la voluntad de poder de Castro está expuesta por medio de sus actuaciones ante los pactos de México, Miami y Caracas, la reunión de Altos de Mompié, donde se subordina el Llano a la Sierra, sus ataques contra la oposición pacífica y electoral, su estrategia hacia el Directorio Revolucionario y el Escambray y el acelerado control del gobierno entre 1959 y 1960, más las sucesivas purgas posteriores que se narran en el libro.
            Tal vez Del Risco y otros desaprueben que esa descripción del autoritarismo de Castro se haga por vías narrativas e interpretativas, como las que corresponden a un libro como el que escribí, y no a través de adjetivos o calificaciones. Mi libro, en efecto, no es un panfleto de denuncia, una diatriba periodística, ni siquiera un ensayo político, sino un texto académico de difusión histórica dirigido a un público iberoamericano extenso, que ha estado mayormente familiarizado con las versiones más míticas de la experiencia cubana. Pero respetando el género, me atrevería a decir que uno de los ejes del relato es la construcción del poder personal de Fidel Castro antes y después del triunfo de la Revolución de 1959.
            Hay más desviaciones del sentido del texto, pero prefiero concentrarme en las dos divergencias de fondo. Sostienen Del Risco y otros que el concepto de “orden socialista” aparece en lugar de las denominaciones del régimen político cubano que ellos prefieren que son “dictadura de los Castros” o “totalitarismo” –términos, por cierto, teóricamente contradictorios. La expresión “orden socialista”, que ha sido manejada por muchos académicos en Estados Unidos, pero que no es de uso frecuente en el discurso oficial, es el título de un capítulo que designa el periodo de la institucionalización (1971-1976), así como “La dictadura” se refiere a los años posteriores al golpe del 10 de marzo de 1952, no a los dos últimos gobiernos de Batista que no fueron siempre dictatoriales, ya que la suspensión de garantías constitucionales nunca fue permanente. La “Ofensiva Revolucionaria”, por su parte, alude al bienio de 1967-68. No son nombres del régimen, son nociones cronológicas, aunque bien podrían funcionar como conceptos integradores.
            La fórmula que más utilizo para designar al régimen político construido en Cuba desde los años 60 y codificado constitucionalmente en 1976 es la de “régimen comunista” y cuando uso el término oficial  de “socialismo” lo hago tras caracterizarlo como “marxista-leninista” o “comunista”  (p. 11). Todo comunismo ha sido, desde el siglo XX, totalitario y el cubano no fue una excepción. Sin embargo, dado que el periodo de ese régimen que me interesa captar es el de los años soviéticos me parece más adecuado preservar esa denominación, entre otras cosas, con el fin de remarcar su dimensión preterida, caduca o circunscrita a la Guerra Fría. Cualquier lector poco apurado advertirá, sin embargo, que el objetivo de ese capítulo no es únicamente narrar la construcción del Estado totalitario sino también el control, la resistencia o el acomodo de la sociedad civil al mismo. La represión de opositores o sectores subalternos, por medio de ejecuciones, presidio, desplazamientos forzosos, UMAPs, actos de repudio y otras formas de exclusión o disciplinamiento, es una constante en el libro y no se detiene en 1960, como afirma Del Risco.
            El término “dictadura de los Castros” para definir el régimen político construido en Cuba entre 1960 y 1976 tampoco me parece pertinente por varias razones. En primer lugar, una dictadura es un régimen autoritario, no totalitario, como el de Batista y todos los autoritarismos latinoamericanos y caribeños. Pero además, el diseño final del régimen, sobre todo a partir de 1971, generó una racionalidad institucional y burocrática que a veces mediaba, aunque sin anularlas plenamente, las prácticas más unipersonales del liderazgo. El voluntarismo y el despotismo de Fidel Castro son tangibles antes y después de 1976, y se narran en el libro, pero si la Revolución es pensada como un conflicto colectivo -“recurso colectivo” le llamaba el filósofo mexicano José Vasconcelos en su libro ¿Qué es la Revolución? (1937)- , donde chocan un Estado en construcción y una sociedad que es integrada o excluida, entonces es equivocado equipararla al castrismo.
            Este último –la sinonimia Revolución/ fidelismo/ castrismo- es, como señalamos aquí a propósito de un libro de Duanel Díaz, el error más frecuente de la mayoría de los estudios históricos producidos dentro y fuera de la isla –piénsese, por ejemplo, en los libros de Mario Mencía o en los de Enrique Ros- y uno de los peores incentivos al excepcionalismo cubano que predomina en los medios occidentales. Y aunque Del Risco acepta que la Revolución ha concluido, funde la significación del fenómeno y su periodización con una historia previa o posterior a 1960 o a 1976, que tendría como centro la figura ya no de un Castro sino de dos. Por eso, en la tradicional yuxtaposición entre historia de la Revolución y biografía de los Castro me pide que hable del “bonchismo” y el “gangsterismo” de los 40 o que me refiera a episodios de los últimos años como las muertes de Orlando Zapata, Oswaldo Payá y Laura Pollán. Es lógico: el presente absorbe su visión del pasado y, en buena medida, lo tergiversa porque la categoría de castrismo sólo capta una parte de la experiencia revolucionaria, así como la expresión “dictadura de los Castros” resulta extemporánea o reduccionista para pensar la construcción del comunismo cubano entre 1960 y 1976.
Una Revolución no es un régimen o un gobierno, ni una conspiración, un golpe de Estado o una revuelta. El concepto de Revolución es insustituible: no puede ser reemplazado por el nombre del sistema político o por el estilo o la técnica de poder de su máximo líder. Esa técnica de poder, por cierto, no tiene tanto que ver con la “mafia”, como aseguran Del Risco y otros, como con algo anterior: el maquiavelismo. Como ha observado Diego Gambetta en su sociología de la mafia siciliana, los capos, como hoy los narcotraficantes y antes todos los caudillos latinoamericanos, desde Juan Manuel de Rosas hasta Porfirio Díaz, no hicieron más que adaptar las técnicas de poder que Maquiavelo recomendaba al Príncipe a una conducción personal, familiar o patrimonial de los asuntos del Estado. En esto Fidel Castro no fue muy diferente a cualquier otro dictador latinoamericano: la diferencia residió, justamente, en el régimen comunista desde el cual operó la política doméstica e internacional de Cuba por casi medio siglo.
No creo que Richard Rorty, con su fuerte ascendencia trotskista –ver, por ejemplo, su ejemplar ensayo “León Trotsky y las orquídeas silvestres”-, aceptara aquello de que si las palabras “Revolución”, “socialismo” o “comunismo” han sido simbólicamente confiscadas por el rival político, deben ser reemplazadas por otras más peyorativas, aunque signifiquen cosas distintas. Sería como pedirle a un historiador ruso que confundiera la historia de la Revolución rusa con el leninismo o el stalinismo o a un mexicano que hablara, en vez de la Revolución Mexicana, del régimen priísta o del “maximato” o el “cardenismo”. Algunos críticos parecen haber leído Historia mínima buscando palabras de denuncia y no hechos, situaciones o conflictos narrados e interpretados. De ahí que su lectura esté lastrada por los imperativos del partidismo político anticastrista y no dé crédito a un debate historiográfico que puede contribuir intelectualmente a la democratización de Cuba.
        El rechazo a “la academia”, por supuesta complicidad con el régimen o por su mayoritario respaldo al restablecimiento de relaciones entre Estados Unidos y Cuba o –lo que es más equivocado y contraproducente- por su contribución a la “victoria del castrismo”, es buena muestra de ese otro anti-intelectualismo que demanda verticalidad y compromiso con una causa, a costa del rigor conceptual y de la diversidad de saberes públicos. No existe, no puede existir, una única forma de hablar o escribir sobre un fenómeno del pasado o el presente, y mucho menos puede postularse la superioridad moral o política de un lenguaje, sobre la base de su pretendida eficacia crítica. La crítica, en resumidas cuentas, depende también de la precisión terminológica y no debería ceder al chantaje de los clichés de la opinión pública.

dos ﷽﷽﷽﷽﷽﷽ que se desprenden de da, lo distorsiona porque la categorpcionalismo simbñci exclusias de fondo que se desprenden de s de fondo que se desprenden de ra el del periodo sovi constitucionalmente en 1976 es el de "toas de fondo que se desprenden de

5 comentarios:

  1. aunque pienso que esta historia mínima se explica por sí sola, este es un excelente argumento que muestra la diferencia entre estudiar y analizar un proceso y opinar sobre él. creo que si algo pude aportar la academia es justamente hacer lo que no pueden la pasión y la militancia.

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  2. Es una buena respuesta. Serena a pesar de todo. Muestra las trampitas del rival pero también expone las diferencias de fondo. Creo que Rojas deberá escribir un ensayo teórico sobre la diferencia entre revolución y casticismo que mucha gente no entiende, J.

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  3. Castrismo quise decir. No me confundas con Unamuno... J.

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  4. Eso es lo que pasa cuando un humorista se toma demasiado en serio y se arriesga en un terreno en el que no es competente.

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  5. Lo del Risco es rivalidad por rivalizar en su 'carrera presidencial'. Parece carecer de argumentos serios pero sí conformarse con populismos manidos. Se vale de análisis rápidos y pasionales que pueden arraigar del hecho de que los padres no pudieron conseguirle un estereo en los años mozos.

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