Lo que más he disfrutado, de vuelta a la galería de los Uffizi en Florencia, no son los Botticellis, los Caravaggios o la Sagrada Familia de Miguel Ángel sino los retratos de Bronzino. Retrató todo tipo de gente Bronzino: nobles, hijos e hijas de nobles, enanos, vagabundos y filósofos. A pesar de su manierismo, había en Bronzino una mirada naturalista que descreía de la yuxtaposición de modelos clásicos o góticos sobre los rostros reales.
Se observa, por ejemplo, en el retrato de Leonor Álvarez de Toledo, la nuera de Cosme de Médici, el gran duque de la Toscana y mecenas de los pintores florentinos. Los retratos que Bronzino hizo de la dama de Florencia son diferentes a los de otros pintores florentinos, como Alessandro Allori, que remarcaban ciertas facciones para colocar a la duquesa en la fisonomía de su linaje. Las caras de Bronzino tienen una misteriosa condición histórica atemporal o fuera de época. Son rostros que podrían estar a nuestro lado, en cualquier edad del mundo.
Lo mismo sucede con los retratos de Lucrezia Panciatichi o los del enano Morgante. Bronzino se propuso reconstruir rostros de cualquier época, que pudieran ser reconocidos con familiaridad por un público también intemporal. La idea, como casi todo en aquellos siglos, era de raíz cristiana: las caras del hombre habían sido las mismas desde el inicio de los tiempos. El cuerpo humano era el mismo desde Adán y Eva y su imagen permanecería fiel a sí misma hasta el día del juicio final.
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