Libros del crepúsculo

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sábado, 12 de septiembre de 2015

Borges, Ortega y la "mala" lectura literaria de la filosofía

En la revista cubana Ciclón (Año II, Núm. 1, 1956, p. 28), dirigida por el crítico y traductor José Rodríguez Feo apareció este texto de Jorge Luis Borges sobre José Ortega y Gasset, tres meses después de la muerte del filósofo español. El artículo fue incluido en un dossier en homenaje a Ortega, en el que aparecieron también textos de María Zambrano, José Ferrater Mora, Guillermo de Torre y Juan Marichal. El de Borges fue el único texto que no era propiamente un homenaje y, además de proyectar el malestar de Rodríguez Feo y su amigo, Virgilio Piñera, con una figura venerada por José Lezama Lima y Orígenes –en el último número de esta revista, también de 1956, apareció el ensayo de Lezama “La muerte de Ortega y Gasset”, que puede ser leído como una refutación de Borges, o al revés, el texto de Borges como una refutación del de Lezama, vía Piñera- sintetiza el equívoco de las lecturas filosóficas de los escritores. Borges, como tantos otros grandes escritores, leyó siempre la filosofía como género literario o como estilo, algo que, en efecto, es la filosofía, además de ser precisamente eso: filosofía 

  
Nota de un mal lector
Jorge Luis Borges
Ortega continuó la labor por Unamuno, que fue de enriquecer, ahondar y ensanchar el diálogo español. Este, durante el siglo pasado, casi no se aplicaba a otra cosa que a la reivindicación colérica o lastimera; su tarea habitual era probar que algún español ya había hecho lo que después hizo un francés con aplauso. A la mediocridad de la materia correspondía la mediocridad de la forma; se afirmaba la primacía del castellano y al mismo tiempo se quería reducirlo a los idiotismos recopilados en el Cuento de cuentos y al fatigoso refranero de Sancho. Así, de paradójico modo, los literatos españoles buscaron la grandeza del español en las aldeanerías y fruslerías rechazadas por Cervantes y por Quevedo... Unamuno y Ortega trajeron otros temas y otro lenguaje. Miraron con sincera curiosidad el ayer y el hoy y los problemas y perplejidades eternos de la filosofía. ¿Cómo no agradecer esta obra benéfica, útil a España y a cuantos compartimos su idioma?
A lo largo de los años, he frecuentado los libros de Unamuno y con ellos he acabado por establecer, pese a las "imperfectas simpatías" de que Charles Lamb habló, una relación parecida a la amistad. No he merecido esa relación con los libros de Ortega. Algo me apartó siempre de su lectura, algo me impidió superar los índices y los párrafos iniciales. Sospecho que el obstáculo era su estilo. Ortega, hombre de lecturas abstractas y de disciplina dialéctica, se dejaba embelesar por los artificios más triviales de la literatura que evidentemente conocía poco, y los prodigaba en su obra. Hay mentes que proceden por imágenes (Chesterton, Hugo) y otras por la vía silogística y lógica (Spinoza, Bradley). Ortega no se resignó a no salir de esta segunda categoría, y algo -¿modestia o vanidad o afán de aventura?- lo movió a exornar sus razones con inconvincentes y superficiales metáforas. En Unamuno no incomoda el mal gusto, porque está justificado y como arrebatado por la pasión; el de Ortega, como el de Baltasar Gracián, es menos tolerable, porque ha sido fabricado en frío.
Los estoicos declararon que el universo forma un solo organismo; es harto posible que yo, por obra de la secreta simpatía que une a todas sus partes, deba algo o mucho a Ortega y Gasset, cuyos volúmenes apenas he hojeado.
Cuarenta años de experiencia me han enseñado que, en general, los otros tienen razón. Alguna vez juzgué inexplicable que las generaciones de los hombres veneraran a Cervantes y no a Quevedo; hoy no veo nada misterioso en tal preferencia. Quizá algún día no me parecerá misteriosa la fama que hoy consagra a Ortega y Gasset.



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