En una visita reciente a Jena me sorprendió constatar, junto los magníficos Goethe, Schiller y Herder de Weimar, una pequeña estatua de Hegel a la entrada de la universidad. Aunque la inscripción no dice el año de la construcción, es evidente que se trata de un monumento de la época de la RDA. El joven Hegel, el de las conferencias de Jena, antes de la redacción de la Fenomenología del espíritu, fue leído por los marxistas de ambas Alemanias como una suerte de antídoto contra el segundo, el emperador de la metafísica y la lógica. En la Alemania federal, Jürgen Habermas, tomaría a ese Hegel como guía de su teorización de la acción comunicativa. Pero en el lado comunista, desde los tempranos ensayos de Lukács y Bloch, filósofos como Robert Havemann, Helmut Seidel e, incluso, el disidente Rudolf Bahro, también se encomendaron al joven Hegel para cuestionar el materialismo vulgar y revitalizar la teoría marxista.
La industria alemana de la memoria, como recuerda Gerard Raulet en un libro fascinante sobre el marxismo en la RDA, no es un fenómeno enteramente nuevo, posterior a la caída del Muro de Berlín. Antes de la unificación alemana, había en el lado comunista una tendencia a la recuperación histórica del periodo de la República de Weimar e, incluso, del imperio guillermino. Mientras los filósofos desempolvaban al joven Hegel del periodo de Jena, anterior al encuentro con Napoleón y a la epifanía de la "idea absoluta a caballo", los historiadores volvían los ojos a la grandeza prusiana de los tiempos de Otto von Bismarck. Fue justamente un historiador de la Alemania comunista, Ernst Engelberg, quien escribiría la más completa biografía de Bismarck en 1985.
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