Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

lunes, 16 de marzo de 2015

G. C. Infante lee a T. S. Eliot

-Léeme.
Ni siquiera me lo pidió por favor: era una encomienda real: ella me extendía el libro y tendría que leerle. El tomo, cuando lo tomé en mis manos, se volvió una antología de poesía -en inglés-. Ella me lo dio con una marca: había introducido su índice dentro del libro, indicando una página. Antes de poder verla, me dijo:
-Es Eliot. Tienes que leerme su poema.
Efectivamente, su marca de dedo en la página indicaba que era la sección de la antología de poesía inglesa dedicada a Eliot y el poema que tenía señalado era Ash Wednesday -¿pero cómo leérselo?- Además ¿era para esto nada más que me había llamado con tanta urgencia? ¿Un toma léeme, no tómame? Quiero advertir que aún hoy día mi pronunciación del inglés recuerda más a la de Conrad que a la de Eliot -a quien solía llamar Elliot-, que hablando de Conrad recordaba, atenuante de su admiración, el espeso acento polaco que padecía el novelista, verdadera halitosis oral, el americano poeta preciosista en su pronunciación inglesa imitada. En ese tiempo mi inglés era un mazacote inaudible o demasiado audible en su atroz pronunciación habanera y aunque podía leerlo muy bien para mí, nunca, excepto en clases, lo había leído para otra persona. Traté de convencer a Julieta de que no se podía leer así a Eliot. Pero ella no entendía mi español o no atendía a mis argumentos. "Quiero oír como suena", me ordenó. Por fin cedí a su mandato (nunca fue una petición, mucho menos un ruego) y comencé a leer:
"Bee caused eyed doe not to hop to turn a game" y en mi pronunciación producía una parodia cruel como abril de Eliot. Por fin terminó el poema en borborigmos más que entre ritmos. Ella encontró excelente el poema y mi lectura: es evidente que aunque fuera actriz (luego llegaría a actuar con bastante éxito, sobre todo en La lección, de Ionesco, haciendo una creación de la niña que, entre un dolor de muelas, da y recibe una lección, mientras los espectadores conocen que la cultura conduce a lo peor) no tenía oído: mi lectura fue un desastre, que me dejó en la boca un sabor de ceniza ese miércoles. Doble desastre porque ahora se hacía patente que ella me había convocado solamente para que yo leyera el poema y conociendo su carácter (que podía, en ocasiones, ser muy firme) no traté de llevar mi visita al terreno baldío del sexo.

La Habana para un infante difunto (1979)

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