Libros del crepúsculo

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martes, 25 de noviembre de 2014

Cuatro suicidas

Las filosofías del suicidio que leemos en autores como Nietzsche, Cioran o Camus son afirmaciones de la muerte por mano propia como acto supremo de la voluntad y la libertad. Si el primero afirmaba que la idea del suicidio era una "fuente de consuelo", el segundo dirá que el suicidio es tanto una acción contra la vida como contra la muerte, lo que le confiere un sentido redentor, mientras que el tercero hablará del suicidio como el "único problema filosófico verdaderamente serio".
La religión y la moral, el psicoanálisis y la sociología, Levinas y Maritain, Freud y Durkheim, intentaron, de distinta manera, confrontar esa tradición del suicidio filosófico. Pero ninguno de ellos, a pesar de ser contemporáneos del fenómeno en el siglo XX, atisbó la forma en que la condena del suicidio, heredada del cristianismo, adquiría un nuevo aliento bajo el comunismo. La ética del trabajo y el sacrificio, de la lealtad y el compromiso, llegaba, en el comunismo, a postular el derecho natural del Estado sobre la propia vida y a considerar al suicidio, no sólo como cobardía, sino como traición. En el discurso médico del comunismo, el suicidio sólo puede estar justificado como un desvío de la enajenación o la locura.
En el caso de Cuba, país con el más alto índice histórico de suicidios en América, el tema ha llamado la atención de autores como Louis A. Pérez Jr. y Pedro Marqués de Armas. En la segunda mitad del siglo XX, se produce en la isla una experiencia única en la historia -o por lo menos más pronunciada que en otros sitios- de transición entre una cultura católica y una cultura comunista. La resistencia del Estado cubano y sus líderes a entender el suicidio como un acto soberano o liberador se manifiesta en las reacciones oficiales a la muerte por suicidio de líderes de la Revolución, como Augusto Martínez Sánchez y Alberto Mora, Osvaldo Dorticós y Haydée Santamaría, que paradójicamente fueron figuras clave de la transición al socialismo.
Martínez Sánchez, un abogado de Holguín, que se sumó al 26 de Julio en 1958, subió a la Sierra y bajó de allí con el grado de Comandante, fue uno de los principales artífices de los "tribunales revolucionarios" en los primeros meses de 1959. Fidel Castro lo designó fiscal en el segundo juicio contra los 43 pilotos batistianos, que habían sido exonerados por un primer tribunal, uno de cuyos miembros, el comandante Félix Lugerio Pena, se quitó la vida, luego de la condena a 30 años de cárcel y trabajo forzado contra los aviadores. Ya en 1959, Martínez Sánchez era Ministro del Trabajo, una posición desde la que, en conexión con la dirigencia comunista sindical, echará a andar la refundación de la Central de Trabajadores de Cuba.
En el momento del gran debate sobre la política económica en Cuba -"financiamiento presupuestario" defendido por el Che Guevara, Ministro de Industrias, y por Luis Álvarez Rom, Ministro de Hacienda, o "cálculo económico y autogestión empresarial", defendido, entre otros, por Alberto Mora, Ministro de Comercio Exterior, y Marcelo Fernández Font, Presidente del Banco-, Martínez Sánchez cae en desgracia y es acusado de corrupción. Es difícil ubicar a Martínez Sánchez en aquella discusión y discernir con precisión las razones de su caída. El caso es que el comandante y ministro se pega un tiro, pero no muere. A nombre del gobierno cubano, el presidente Dorticós y el Primer Ministro Castro, destituyeron a Martínez Sánchez, con una declaración que, más o menos, decía -traduzco de To Die in Cuba (2005), de Pérez Jr:

"De acuerdo con los principios revolucionarios fundamentales, pensamos que esta conducta es injustificable e impropia de un revolucionario, y creemos que el compañero Martínez Sánchez no debió haber estado plenamente consciente cuando tomó esa decisión porque todo revolucionario sabe que no tiene derecho a disponer de su propia vida, que no le pertenece y que sólo puede ser legítimamente sacrificada enfrentando al enemigo".

No conozco una reacción oficial al suicidio de Alberto Mora, hijo del importante líder del autenticismo radical, Menelao Mora, organizador del asalto a Palacio Presidencial en 1957. Mora, también Comandante de la Revolución, había sido director del Banco de Comercio Exterior y luego Ministro de Comercio Exterior, en el periodo de la integración de la economía cubana al campo socialista. Su papel, como el de Martínez Sánchez, en la construcción del comunismo insular, fue decisivo. Mora se suicidó en 1972, cuando ya no era ministro, por lo que el gobierno pudo ahorrarse la declaración.
Cuando Haydée Santamaría, directora de la Casa de las Américas, se suicida el 26 de julio de 1980, en medio de los "actos de repudio" y las "marchas del pueblo combatiente" contra los refugiados del Mariel, la declaración era inevitable. Juan Almeida, a nombre del gobierno, reiteró la reprobación oficial del suicidio, pero pidió que, en el caso de Santamaría, se ponderara el "deterioro de su condición física y psicológica", por causa de las enfermedades y de un accidente de tránsito. A pesar de esta salvedad, Almeida decía:

"Por principio, los revolucionarios no aceptamos la decisión del suicidio. La vida de los revolucionarios pertenece a la causa de la Revolución y al pueblo, y debe ser dedicada a ambos hasta el último átomo de su energía y el último segundo de su vida. Pero no podemos juzgar fríamente a la compañera Haydée. Todos los que la conocimos comprendemos que las heridas del Moncada nunca cicatrizaron del todo en ella".

En junio de 1983, se suicidó el ex presidente Osvaldo Dorticós, un abogado de Cienfuegos, formado por los jesuitas, que, por un tiempo estuvo cerca del Partido Socialista Popular y a fines de los 50 se sumó a la Resistencia Cívica y al Movimiento 26 de Julio, en su ciudad. Desde la reorganización del gobierno en 1976, Dorticós había quedado fuera de la jefatura del Estado. Para principios de los 80, estaba gravemente enfermo, de dolencia en la médula espinal y, además, había perdido a su esposa, María Caridad Molina. La explicación oficial del suicidio de Dorticós, quien, a su vez, había reprobado el suicidio de Martínez Sánchez en los 60, la dio, a nombre del Buró Político del PCC, José Ramón Machado Ventura, médico:

"Nunca fue más él mismo… Con su muerte, el compañero Dorticós nos deja además la pena de una muerte producida por su propia mano, una decisión incompatible con los valores y las convicciones revolucionarias a las que dedicó toda su vida. La agonía del dolor físico y la profunda depresión en que cayó después de la muerte de su compañera lo llevaron a una crisis de tales magnitudes que perdió el control de sí mismo".








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