Es un tema que hemos tratado otras veces en este blog y en algunos ensayos, donde comentamos la obra de Russell Jacoby, The Last Intellectuals. American Culture in the Age of Academe (1987), o de Susan Jacoby, The Age of Americam Unreason (2009). Pero tal vez convenga abundar un poco más en la cuestión. ¿De qué hablamos cuando hablamos de antintelectualismo en Europa, Estados Unidos o, específicamente, en Cuba?
Existe, como han estudiado George Steiner, Isaiah Berlin o Antoine Compagnon, una larga tradición antintelectual en el conservadurismo europeo, que se remonta a pensadores contrailustrados del siglo XVIII o, específicamente, a Edmund Burke. Esa tradición comenzó poniendo en duda el culto a la razón y al progreso y, entre fines del siglo XIX y principios del XX, desplazó, en buena medida, aquel rechazo a la reformulación del liberalismo democrático, por un lado, y al despegue de la socialdemocracia y el comunismo, por el otro.
Sin forzar demasiado las continuidades, podría decirse que ese antintelectualismo, que representa y confronta al intelectual como ideólogo del progreso, la democracia o el socialismo, es el que arraiga en las derechas europeas de mediados del siglo XX. El catolicismo pesó, sin duda, en esos discursos, pero el eje de aquella reacción contra la centralidad del intelectual liberal o socialista, en la vida pública, tenía que ver con un tradicionalismo más abarcador, que se oponía a la desestabilización de costumbres, creencias y jerarquías sociales.
El intelectual moderno era, según aquellas derechas estudiadas por Compagnon en Los antimodernos (2007), un artífice del aplebeyamiento de la sociedad. Ese antintelectualismo reaccionario y jerárquico, de la derecha europea de entreguerras, es muy diferente al esbozado por Richard Hofstadter, en su clásico The Anti-Intellectualism in American Life (1963). Allí se hablaba, por un lado, de una poderosa corriente protestante, popular y pragmática, que despreciaba las élites letradas y, por el otro, del ascenso de una tecnocracia, partidaria de una educación de excelencia, que cercaba el humanismo americano heredado de Emerson, Dewey y otros filósofos de Estados Unidos, desde fines del XIX.
Este último aspecto, el del antintelectualismo tecnocrático, fue combatido también por el sociólogo C. Wright Mills y por críticos e intelectuales públicos como Lionel Trilling y Edmund Wilson, en los años de la segunda postguerra y la primera década de la Guerra Fría, agregando, a la defensa del intelectual liberal, la oposición a una derecha macarthysta, que también comulgaba con el antintelectualismo cristiano o tecnocrático. Sin establecer una dicotomía rígida, diríamos que mientras el antintelectualismo de la derecha europea era jerarquizante, el antintelectualismo norteamericano era, más bien, igualitario, contrario a la intelectualidad como casta.
El aporte de Russell Jacoby, a este debate, fue agregar a la crítica a la tecnocracia de Hofstadter y Wright Mills, el severo cuestionamiento del nuevo academicismo que se expande en el mundo universitario de Estados Unidos desde los años 80 y que, en las últimas décadas, ha llegado a sus extremos. El campus universitario, como centro de "educación de excelencia", desplaza a la ciudad letrada o al campo intelectual, articulado en torno a una esfera pública, en la que las ideas se debatían con mayor libertad y refinamiento. El tono nostálgico de Jacoby, sin dejar de ser liberal, conectaba un poco con la tradición del conservadurismo europeo al denunciar, también, el aplebeyamiento y el populismo que estaba produciendo esa hegemonía de la academia.
¿Cómo desplazar estas tradiciones al debate sobre los intelectuales y el antintelectualismo en Cuba? Lo primero que habría que decir es que el pensamiento cubano tiene su propia tradición de estudio y crítica del antintelectualismo, que se remonta a Enrique José Varona, Jorge Mañach y Fernando Ortiz. De distintas maneras, estos autores detectaron en la frivolidad y el choteo de la cultura política cubana un componente antintelectual y antiacadémico, que persiste todavía hoy, en la isla o en el exilio. Pero ese antintelectualismo, que, en el fondo, es popular, pragmático e igualitario, no es necesariamente tecnocrático.
En los primeros años de la Revolución, ese antintelectualismo popular convergió con la intransigencia ideológica de una juventud jacobina, aupada por el poder revolucionario. Fueron los años de las "depuraciones" en la Universidad de La Habana, de las estigmatizaciones de los letrados "burgueses" y de los primeros exilios. Desde fines de los 60 y, sobre todo, desde los 70, se institucionalizó un antintelectualismo de Estado, basado en la subordinación de la cultura a la ideología oficial, que no sin tensiones, resistencias y pactos, que habría que estudiar mejor, convirtieron a la intelectualidad en un estrato funcional y protegido.
Lo que parece estar sucediendo en los últimos años, como se desprende de los debates recientes, que comentábamos en el post anterior, es que ese status privilegiado comienza a verse removido por la introducción de un capitalismo de Estado, que apela, cada vez con menor inhibición, a una racionalidad tecnocrática. Para defenderse, los intelectuales echan mano, lógicamente, de la narrativa sobre el "quinquenio gris", alertando sobre la posibilidad de que, junto con un Estado menos interesado en la cultura, se produzca una rearticulación del dogmatismo ideológico del periodo soviético, bajo otro empaque doctrinal.
Podría concluirse, entonces, que en estos momentos el antintelectualismo en la isla tiene tres fuentes: la pragmática popular, propia de la cultura política cubana, la del orden político y constitucional del totalitarismo comunista, que asemeja el antintelectualismo cubano al soviético o al chino, y la de la nueva tecnocracia del capitalismo de Estado. A mi entender, la fundamental, la que más afecta, no sólo a los intelectuales, sino a toda la ciudadanía, es la segunda, la constitucional y sistémica del régimen cubano. Sin esa, los intelectuales tendrían mayores posibilidades de defenderse de las otras dos.
Hay una dimensión diacrónica que es preciso recordar. La relativa al estancamiento del debate social en Cuba desde 1959. Desde esas fechas, o algunos años después, no sólo se dejó de tener crítica de prensa al gobierno, sencillamente "nacionalizaron" los periódicos "burgueses", sino también se dejó de recibir inmigración intelectual que "refrescara" el "cocinao" interno y los contactos con el exterior siempre han venido siendo individuales o controlados por el Estado. Por ello y en gran medida, los intelectuales formados antes de esa fecha o en los años inmediatamente posteriores y que son los que siguen haciendo "historia" hoy en día, apelan a los hechos del pasado, como si fueran a repetirse ad nauseam. Las nuevas generaciones o se someten al dictado ideológico, al estilo de la Cardentey, o emigran. Los pocos momentos de "rebeldía" (recuerden los plásticos de 1989, por ejemplo), siempre terminaron mal y en el exilio. Se vive un circulo vicioso similar al del perro que quiere morder su cola. Es un estado de provincianización y de arcaicización aguda el que experimenta el pensamiento social cubano, tanto más doloroso cuando el resto del mundo sintoniza cada vez más con el desarrollo exponencial contemporáneo.
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