A diferencia de grandes países latinoamericanos, como Brasil, Argentina y México, que vivieron imperios o proyectos imperiales luego de la independencia, en las primeras décadas del siglo XIX, y donde son documentales algunas variantes de bonapartismo, como las estudiadas por el historiador argentino Ricardo Levene, en Cuba, la pertenencia de la isla al imperio español, durante toda aquella centuria, atizó un republicanismo que heredaba del liberalismo hispánico una visión negativa de quien alguien llamó "el corso vil". De Heredia a Martí, de Varela a Varona, es posible leer ese rechazo republicano al bonapartismo.
El culto a Napoleón, en Cuba, es un fenómeno de la primera mitad del siglo XX, cuando aquel republicanismo decimonónico entra en decadencia, a pesar de coexistir sin mayores fricciones con la veneración de José Martí, quien criticó más de una vez a los dos Napoleones, el primero y el tercero. Generalmente, ese culto se asocia con la gran colección de reliquias napoleónicas que llegó a acumular el magnate azucarero Julio Lobo, como se recordó recientemente en una reunión de bonapartistas en La Habana, con princesa incluida. Para reconstruir con mayor eficacia ese culto habría que volver a escribir la historia del militarismo y el autoritarismo en Cuba.
En ninguna de las notas que circularon recientemente, sobre los "tesoros napoleónicos" en la isla, la de la agencia EFE, la de El Mundo o, incluso, la de El Nuevo Herald de Miami, se mencionó que otro de los artífices de ese culto fue el general Fulgencio Batista. Según Jorge Mañach, Batista tenía en su finca Kuquine una biblioteca llena de libros sobre Napoleón, incluyendo naturalmente, la biografía de su amigo Emil Ludwig, quien en Biografía de una isla (1948) comparó su ascenso social, de telegrafista a general, con el de su ídolo europeo. Todavía en Dos fechas (1973), una miscelánea documental editada en el exilio, Batista sostenía que el significado del 4 de septiembre de 1933 era el de una revolución popular dentro del ejército cubano, equivalente a la de Napoleón dentro del ejército borbónico a fines del siglo XVIII.
Jorge Mañach, a quien no podría acusarse de batistiano, reconocía en su ensayo "El drama de Cuba" (1958), que esa revolución popular dentro del ejército había tenido lugar y estudios académicos posteriores, como el de Louis A. Pérez Jr. en Army Politics in Cuba (1976), así lo confirman. Batista, según Mañach, "cambió radicalmente las condiciones castrenses" en Cuba, al reclutar al campesinado y sectores populares para un cuerpo, que, en pocos años, se renovó socialmente desde el "nivel sargenteril" hasta la oficialidad. Es por ello que el ensayista cubano afirmaba que Batista había colocado en la mochila de sus soldados "el bastón de mariscal".
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