Una vez que nos despojamos de toda falsa idea edificante de la crítica, del embuste de una crítica "amorosa", de la que hablaba José Martí en el Liceo de Guanabacoa. Esa crítica que "no muerde, ni tenacea, ni clava en la áspera picota" o que no "escudriña lunares y manchas" y que, en el fondo, no es "ejercicio del criterio", como pensaba él mismo, sino otra cosa, mensajes benévolos, dirigidos a fijar autoridades en la esfera pública.
Una vez, digo, que no queda más remedio que aceptar la noción moderna de la crítica, en la que se rebasa, finalmente, la subordinación del juicio al derecho o a la teología, a la metafísica o a la ideología, y se admite que el rol del crítico en la ciudad tiene que ver, en resumidas cuentas, con la autonomía intelectual y con la lealtad a ciertas ideas, parece haber dos alternativas. O piensas como Fernando Pessoa, que la crítica es el arte del desdén:
"La función última de la crítica bien entendida es que satisfaga la función natural del desdeñar, que es tan natural como la de comer y que conviene a la buena higiene del espíritu satisfacer cuidadosamente".
O piensas como Charles Baudelaire, para quien no era imposible ser justo y, a la vez, parcial:
"Para ser justa, es decir, para tener razón de ser, la crítica debe ser parcial, apasionada, política, es decir hecha desde un punto de vista exclusivo, pero desde un punto de vista que abra el máximo de horizontes".
100% Baudelaire
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