Federico de
Ibarzábal (1894-1955) es uno de esos escritores cubanos irrecuperables, que
parecen quedar fuera de las grandes operaciones de rescate intelectual.
Escribió poesía, novela y cuento y reunió la primera antología del relato breve
en Cuba, pero no descolló en ninguno de los tres géneros. Los cuentos del
volumen, Derelictos (1937), es lo que
más destaca la crítica y la estudiosa Cira Romero ha hecho una reedición de algunos de ellos, en Letras Cubanas, bajo el título de La mujer de yeso y otros relatos (2014).
La subestimación del
cuento, como género, llevó a Jorge Mañach a hablar de Ibarzábal como un
“novelista en potencia”, pero lo cierto es que cualquiera de sus tres novelas
está más olvidada aún que sus cuentos. Alberto Lamar Schweyer, Rafael Suárez
Solís, Cintio Vitier o José Antonio Portuondo elogiaron su narrativa o su
poesía, pero siempre en un sentido promisorio, como si Ibarzábal fuera, justamente, eso, la promesa de un escritor.
En Ibarzábal leemos
un tipo de postmodernismo, cercano a una suerte de vanguardismo conservador,
muy común en la generación de los 20 en Cuba, que también es perceptible en
Lamar Schweyer. En un ensayo para el volumen, Handbook on Cuban History, Literature, and the Arts (2014), la
profesora Ana María Hernández ha recordado, recientemente, su notable
participación en la novela policíaca colectiva, Fantoches 1926, en la que intervinieron algunos de los más
prominentes miembros del Grupo Minorista, y que ilustra muy bien ese tipo de
vanguardismo.
La prosa
periodística de Ibarzábal fue muy nutrida y demuestra un interés por saberes
científicos e históricos, de distinta procedencia y rigor. Escribió una historia de
las campañas contra la tuberculosis en la isla y una historia de la Revolución
de Febrero de 1917, no de la rusa, desde luego, sino de la de “La Chambelona”,
en Cuba, el alzamiento de los liberales, con José Miguel Gómez y su hijo,
Miguel Mariano, a la cabeza, contra la reelección del conservador Mario García Menocal.
Algo de las lecturas
de teoría psicológica que hacía Ibarzábal, a mediados del siglo XX, en La
Habana, se siente en el poco conocido prólogo que escribió al libro Martí. Mensaje biográfico (1953), de
Andrés de Piedra Bueno, concebido como un Martí de bolsillo para los niños de
América, editado por el Instituto Cívico Militar del último gobierno de
Fulgencio Batista, justo en el año del centenario del nacimiento de José Martí.
Ibarzábal creía en
la importancia de un relato del Martí niño, como sujeto virtuoso –caballeroso,
varonil, justo, antiesclavista, anticolonial, buen hijo, buen hermano y buen estudiante- para la
pedagogía cívica de la infancia cubana. La infancia de Martí debía ser narrada
como la infancia de Cristo –o como la infancia de Stalin o Mao, en la
literatura del realismo socialista-, para que su ejemplo tuviera efectos
conductistas y normativos en la psique de los niños cubanos. El modelo de esa
narrativa, según Piedra Bueno e Ibarzábal, había sido ofrecido por el propio Martí en La Edad de Oro.
En síntesis,
Ibarzábal pensaba que la biografía de Martí de Piedra Bueno tenía ventajas
sobre otras, como las de Jorge Mañach, Félix Lizaso o Luis Rodríguez Embil,
porque no dejaba entrever, en modo alguno, los conflictos psicológicos o afectivos de la
infancia del héroe. Martí aparecía en ese relato como un adulto en miniatura,
con todas sus virtudes ya dadas o en ciernes, tal y como Philippe Ariès y
Michel Foucault observaban que era pensada la infancia, en la época clásica,
antes de la invención del concepto moderno de niño:
“Martí niño es casi
Martí hombre. Cuando apenas amanecía en la infancia de los niños contemporáneos
suyos, he aquí a este hombrecito interrogando al porvenir de su tierra,
sufriendo ya con los que sufren, haciendo canción dura y amarga (himno rebelde
acaso), del dolor de su patria –que es dolor en sí mismo-, y preparándose para
redimirla. Ahí está el dolor –el de los suyos le duele más que el propio-, con
permanente presencia en su vida a ráfagas. De estas ráfagas la última será de
plomo. Pero, mucho antes, la inmortalidad ha llamado a su puerta...”
“Martí, súbitamente,
pudo contestarse la interrogación angustiosa y obtener la certidumbre de
saberse quién era. La revelación luminosa se la dio el transitar por ese camino
que estaba lleno del dolor de la patria, y a cuya orilla lloraban sus hermanos.
Sus hermanos, que se juntarían después, cuando él mismo dijera la palabra de
orden. Ya él ha tomado su rumbo, pero necesita dárselo a los demás”.
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