El fotógrafo newyorkino Andy Freeberg expone en la galería Andrea Meislin de Manhattan una serie en la que se interesa en la clase social que genera el negocio del arte. Galeristas, dealers, curadores, coleccionistas, críticos, asistentes... conforman una tecnocracia que revolotea en los bordes del cuadro o de la pieza, despojados ya de todo vínculo romántico con el fenómeno artístico. Para Freeberg son sujetos que constituyen una especie de tribu fronteriza, que habita en las inmediaciones de la obra de arte.
Le interesa al fotógrafo captar el tipo de relación funcional que esa clase establece, sobre todo, con la pintura. No es casual que una de sus fotos sorprenda a dos galeristas de la importante casa Sean Kelly, en actitud de cansancio o hastío, a los pies de un gran retrato del ultra comercial artista Kehinde Willey, creador del gigantesco autorretrato, como el Napoléon a caballo de Jacques Louis David, colgado a la entrada del Museo de Brooklyn.
Hace algunos años, Freeberg se involucró en un proyecto similar en Rusia. Visitó cada uno de los grandes museos de ese país, retratando a las babushkas o guardianas que se sientan en una esquina de las salas del Hermitage y la Galería Tretiakov. La relación de las guardianas rusas con el arte era distinta a la de los tecnócratas -aquellas vigilan y estos comercian-, pero en ambos casos se producía un similar proceso de mímesis. Los tecnócratas, como las guardianas, a pesar de ese vínculo instrumental con el arte, comienzan a parecerse a los personajes de los cuadros que cuidan o venden.
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