En el post anterior, comenté las fotos del cubano
José Figueroa, incluidas en el apartado final del volumen Cuba in Revolution (2013), que compila el archivo fotográfico de la
Arpad A. Busson Foundation, mostrado recientemente en el International
Center of Photography (ICP) de Nueva York. Acabo de recibir, ahora, el libro José A. Figueroa. Un autorretrato cubano (Turner,
2009), editado por Cristina Vives, además de un número reciente de la revista Arte cubano (2/2013), con un ensayo de
Cristina Vives sobre “Cultura y contracultura en tiempos de Revolución (desde
la fotografía cubana de los 60)”, que explora la construcción del sujeto
fotográfico en la isla, en la década de la explosión contracultural en
Occidente.
El volumen de Figueroa y el ensayo de Vives
constituyen, creo, las mayores intervenciones recientes en el tema de la
contracultura en Cuba. Intervenciones que privilegian el documento de la
fotografía, pero cuyo sentido último impacta toda la producción cultural desde
Cuba y sobre Cuba en los años 60. En su texto, Vives insiste en la lógica de
exclusión que predominó en las relaciones del naciente Estado socialista con la
minoritaria subjetividad juvenil, inscrita en los referentes de la contracultura
occidental. Pero Vives advierte, además, la principal paradoja de aquel proceso:
mientras los jóvenes contraculturales de La Habana eran rechazados por
conductas “desviadas” o “diversionistas”, los íconos fotográficos de la
Revolución, especialmente el Che Guevara, se incorporaban a la simbología de
la contracultura en París y Roma, Londres y Nueva York.
Los líderes e ideólogos de la Revolución Cubana
promovieron una imagen subversiva de la isla, dentro de las democracias
occidentales, pero reprimieron y marginaron toda aproximación de la juventud
cubana a la cultura y la ideología de la Nueva Izquierda occidental. En todos y
cada uno de los flancos en que aquella aproximación se insinuó (la sexualidad y
el rock, las drogas y las nuevas religiosidades, la identidad racial y el
irracionalismo filosófico, la moda y, en menor medida, el arte y el cine), el
socialismo cubano actuó a la defensiva, como si aquel repertorio cultural, que
en Occidente se asociaba directamente con el proyecto descolonizador de la
isla, amenazara desde dentro el paradigma de una sociedad políticamente
unanimista y homogénea. Hoy vemos, con aterradora claridad, que aquel
diagnóstico de los burócratas cubanos era correcto.
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