
El proceso cultural por el cual un artista, que capta en su obra mitos e íconos populares, se vuelve él mismo leyenda urbana, no es privativo de Estados Unidos, como sugieren esas exposiciones, además de que contiene múltiples formas de intercambio con estéticas y tradiciones ajenas al pop art. El retrato que hiciera Alice Neel -quien estuvo casada con el pintor cubano, Carlos Enríquez- de Andy Warhol, con el corset y las cicatrices en el vientre, luego del atentado de Valerie Solanas en 1968, es presentado en la muestra como un momento climático de esa iconización mediática del arte, cuando, en realidad, lo que buscaba Neel era una estilización del Warhol cicatrizado, que ungiera al artista pop con una imagen expresionista, más a tono con la estética de pintores británicos como Francis Bacon y Lucian Freud.
En otros momentos de la muestra, artistas como Morris Graves o Jacob Lawrence, que estuvieron más cerca del expresionismo, el surrealismo o el futurismo, se asumen en una interlocución preferencial con la Europa de entreguerra y postguerra y no con el arte mexicano, al que, me parece, deben mucho más. Graves, por ejemplo, dialoga con Remedios Varo, y Lawrence, en su magnífica War Serie, definitivamente, no se entiende sin José Clemente Orozco y el muralismo mexicano. Seguramente, algún crítico o historiador del arte ya lo habrá advertido, pero esa serie de Lawrence, sobre la Segunda Guerra Mundial, podría ilustrar las conexiones estéticas y políticas entre la Revolución Mexicana y la vanguardia afroamericana en Estados Unidos.