La editorial Verso, en su colección Pocket Communism, ha dado a conocer la transcripción de unas conversaciones que sostuvieron Theodor Adorno y Max Horkheimer, en la primavera de 1956, ideadas como el punto de partida para una reescritura del Manifiesto comunista. Los editores no dudan en llamar aquel diálogo philosophical jam-session, dado que el “jazz no era anatema para Adorno”. Frase, cuando menos, imprecisa, ya que el jazz, para Adorno, no sólo no era anatema sino una de las formas más vanguardistas de la música popular en el siglo XX. La “moda atemporal”, la utopía sonora de lo profano, con una especial energía anti-totalitaria.
Ni los editores de Verso ni los de The New Left Review, que publicaron inicialmente Towards a New Manifesto, exponen el contexto en que se produjo aquella conversación. Pero sin ese contexto –muerte de Stalin, XX Congreso del PCUS, invasión soviética a Hungría, primeras denuncias de los gulags, rearticulación de la socialdemocracia alemana, despegue de la sociedad de consumo…- es imposible comprender el impulso de reescritura del Manifiesto comunista que sintieron Adorno y Horkheimer en Frankfurt. El mundo daba el giro fundacional de la Guerra Fría y la teoría crítica –tal vez, la rama del marxismo occidental más viva para entonces- debía reformular su práctica.
Muchas de las ideas
que hacen girar Adorno y Horkheimer en el diálogo –los nuevos mecanismos de
reproducción cultural, la transformación del trabajo bajo el Estado de
bienestar y la sociedad de consumo, el desplazamiento final del positivismo por
el subjetivismo, la confusión entre libertad social y tiempo libre, el
desencuentro entre teoría y práctica dentro de las izquierdas, la totalización
de la instrumentalidad…- son apostillas a la obra previa de ambos,
especialmente a Dialéctica de la
Ilustración (1947). Me interesa, sin embargo, destacar aquí las
implicaciones políticas de esa actualización de la teoría crítica, en 1956, que
los llevaría a enfrentarse con la Nueva Izquierda en 1968.
Ambos pensaban que
la encrucijada que se abría con la Guerra Fría dejaba huérfano, políticamente
hablando, al marxismo crítico. Desde Occidente avanzaba un capitalismo
renovado, con una enorme capacidad de reproducción cultural –el “dinamismo” de
la burguesía, a mediados del siglo XX, sería, a la vez, el principal punto de
continuidad y ruptura entre este Manifiesto
y el de Marx y Engels en 1848-, mientras del Oriente, venía una implementación
despótica del marxismo, que, entre otras cosas, maltrataba la sabiduría y el
lenguaje heredados de Marx. Los “libertadores” de ambos polos eran “nuevos
César Borgias”:
“Adorno: We cannot
call for the defense of the Western world.
Horkheimer: We
cannot do so because that would destroy it. If we were to defend the Russians,
that’s like regarding the invading Teutonic hordes as morally superior to the
Roman slave economy. We have nothing in common with Russian bureaucrats. But
they stand for a greater right as opposed to Western culture. It is the fault
of the West that the Russian Revolution went the way it did. I am always
terribly afraid that if we start talking about politics, it will produce the
kind of discussion that used to be customary in the Institute.
Adorno: Discussion
should at all costs avoid a debased form of Marxism. That was connected with a
specific kind of positivist tactic, namely the sharp divide between ideas and
substance.
Horkheimer: That
mainly took the form of too great an insistence on retaining the terminology.
Adorno: But this has
to be said. They still talk as if a far-left splinter group were on the point
of rejoining the Politburo tomorrow.
Horkheimer: What are
the implications of that for our terminology? As soon as we start arguing with
the Russians about terminology we are lost.
Adorno: On the other
hand, we must not abandon Marxist terminology.
Horkheimer: We have
nothing else. But I am not sure how far we must retain it. Is the political
question still relevant at a time when you cannot act politically?”
La última
pregunta de Horkheimer ilustra muy bien la sensación de parálisis que comenzaba
a sentir la Escuela de Frankfurt y que llevó a algunos de sus miembros a
distanciarse de la revuelta del 68 y a aproximarse a la socialdemocracia en los
70. Quienes hoy entienden aquella deriva como “derechización”, parecen sostener
que la única alternativa genuinamente de izquierda, a mediados de los 50, era
mantenerse leal al Kremlin, apoyar o callar ante la invasión soviética de
Hungría y respaldar la construcción del Muro de Berlín. Adorno y Horkheimer
optaron por defender el lenguaje del marxismo crítico, frente a la colonización
doctrinal de Moscú. Fue esa la principal motivación de ambos al intentar reescribir el Manifiesto en 1956.
"It is the fault of the West that the Russian Revolution..." That's true.
ResponderEliminarBut we could also say: "It is the fault of the West that Chavez took the power and Maduro destroy Venezuela...."
Me alegra este post, Rafael. Porque, de alguna manera, matiza el dogma de la academia y su normatividad. Cuando escribí “El comunista manifiesto”, cité a todos estos teóricos y al mismo tiempo expliqué por qué me apartaba de sus respectivos análisis para intentar leer el arte sin mediaciones. (Algo muy viejo, por otra parte; es lo que recomienda Bloom). Y es que resulta que me di cuenta de una cosa: Si bien todos los artistas que yo recogía conocían perfectamente a Nancy o Zizek, estos últimos no sabían –o no tenían que saber- de estos artistas. Salvo Groys, el neomarxismo podía ignorar la Escuela de Leipzig, o la Ostalgia, o la filmografía berlinesa (no hablemos ya de mundos lejanos a Europa). Recuerdo lo siguiente: en los años 80 cubanos, cuando tú o yo no podíamos estar en la academia, escribíamos sin embargo sobre el arte que nos rodeaba. La academia no nos reconocía a nosotros, pero los artistas sí nos reconocían y nos pedían nuestros textos. Si entonces se hubiera escrito la historia de la cultura cubana en los 80, también puede decirse lo mismo de Ciclón o la Generación Mariel… ¿serían válidos los preceptos de la academia cubana? Sencillamente, no. Porque esos temas fueron ignorados por esa academia o considerados menores hasta hace muy poco, y porque jamás asumieron la escritura que, en tiempo real, se hizo sobre esos movimientos. Los artistas de hoy saben perfectamente quien es Jean-Luc Nancy. Y no está mal que se les exija saberlo. Pero estaría bien, asimismo, que se le exija a los teóricos un mínimo conocimiento sobre los creadores que han construido la cultura de la que hablan y, a veces, viven.
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