Si la reciente biografía de Shields y Salerno, en documental y en libro, de J. D. Salinger, está en lo cierto, habría que despachar uno de los grandes mitos de la literatura norteamericana de la segunda mitad del siglo XX. No me refiero, desde luego, al mito que la narrativa de Salinger construyó en torno a sí misma, luego de los impactantes relatos publicados en el New Yorker en los 40 o sus novelas posteriores, The Catcher in the Rye (1951) y Franny and Zooey (1961). Me refiero al mito de la renuncia a la escritura y al de la auto exclusión de cualquier contacto con la realidad mediática de su país, entre 1965 y 2010, que siempre se le ha atribuido.
Buena parte de las críticas a la biografía y el documental que hemos leído en estos meses tienen que ver con la fuerza de ese mito. Resulta difícil, a quienes han creído por décadas en esa política del silencio de Salinger, aceptar que, de acuerdo con el testimonio Joyce Maynard, quien fuera su pareja en los 70, el escritor se mantuviera tan pendiente de las publicaciones literarias de Estados Unidos, especialmente del New Yorker, desde su cabaña en Cornish, New Hampshire, y que iniciara romances epistolares con Maynard y otras aprendices de literatura en aquellas décadas. La especulación en torno a una pedofilia ligada al trauma del rechazo de Oona O'Neill, quien lo habría dejado por Charles Chaplin, suena un tanto exagerada, pero en sexualidades todo es posible.
Si Shields y Salerno tienen razón, Salinger no sólo se mantuvo al tanto de la vida pública norteamericana entre los 70 y los 2000 sino que nunca dejó de escribir en esos treinta años. Cinco manuscritos, sobre temas tan variados como el Vedanta, su experiencia en la Segunda Guerra Mundial y la "familia Glass" de Franny and Zooey, comenzarán a aparecer a partir de 2015, según Shields y Salerno, de acuerdo con la última voluntad de Salinger. La legendaria reclusión del escritor quedaría reducida, después de estos testimonios, a un genuino deseo de privacidad, pero no a mucho más. No por gusto el film termina con una imagen del anciano Salinger, captada con cámara oculta, en la que el escritor camina hacia su coche, luego de comprar el periódico en un estaquillo. Una vez en su asiento, parece mirar a la cámara y soltar la carcajada.
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