La historia oficial cubana tiende a privar de toda autonomía
la política exterior de los gobiernos anteriores a la Revolución de 1959. Si
Cuba era colonia o neocolonia de Estados Unidos, entonces no podía tener
gobernantes que imaginaran y condujeran por sí mismos las relaciones
internacionales de la isla.
Algunos estudios recientes sobre el gobierno de la II
República española, en el exilio, ayudan a matizar esos lugares comunes. En el
libro de Octavio Cabezas, Indalecio
Prieto. Socialista y español (2005), se cuenta que el ex ministro
republicano y presidente del PSOE, exiliado en México, entró en contacto con el
gobierno de Fulgencio Batista en 1943, a través del general Lázaro Cárdenas,
amigo del presidente cubano, y del embajador de éste en México, el escritor
José Manuel Carbonell, para que mediaran en una transacción comercial entre la
dictadura de Franco y el gobierno republicano en el exilio.
En la correspondencia entre Prieto y otros dos líderes republicanos, exiliados en Europa, Francisco Largo Caballero y Luis Araquistáin, recientemente publicada por el Fondo de Cultura Económica, bajo el título ¿República o monarquía? Libertad (2012),
se habla de otra intervención del gobierno cubano a favor de la República
española.
Como se lee en las cartas de Prieto entre 1945 y 1947, la
iniciativa cubana no contaba con pleno respaldo del gobierno de Estados
Unidos, que comenzaba a valorar las ventajas de sostener buenas relaciones con
Franco para combatir el comunismo en Iberoamérica. El proyecto de Grau y Belt fracasó,
no tanto por la oposición de Washington o Madrid sino por el rechazo de algunos
líderes del exilio, que pensaban que un plebiscito sobre la forma de gobierno implicaba el reconocimiento
de la legitimidad de la dictadura.
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