Finalmente ha aparecido, vertida al español por Ismael
Attrache y Carlos Mayor, la correspondencia del viajero y novelista inglés
Bruce Chatwin (1940-1989), editada por su viuda Elizabeth Chatwin y su biógrafo
Nicholas Shakespeare. La editorial Sexto Piso se encargó de este oportuno
rescate, que ofrece al lector de En la
Patagonia, Los trazos de la canción,
Utz, Colina negra, El virrey de
Quidah o Anatomía de la inquietud,
una suerte de biografía epistolar.
Porque lo que ha intentado Shakespeare, fundamentalmente, es
organizar cronológicamente la correspondencia de Chatwin con sus parientes,
amigos y colegas, de tal manera que el lector siga la vida del viajero, desde
su estancia en el colegio Old Hall, en Shopshire, hasta sus últimos días en
Homer End, Oxford, pasando, naturalmente, por sus largos años como perito de
arte antiguo y moderno en Sotheby’s, como estudiante de arqueología en
Edinburgh y como nómada empedernido en Afganistán, Argentina, Turquía o
Sudáfrica.
Como en todo epistolario, es posible leer aquí los cambios
de piel del corresponsal. Cuando Chatwin escribe a su familia o a su esposa
Elizabeth muestra una vulnerabilidad, que se oculta rigurosamente bajo la
coraza segura y hasta soberbia de quien se trata de tú a tú con Roberto
Calasso, Salman Rushdie o Susan Sontag. Como observó W. G. Sebald, a su muerte,
Chatwin rompió el maleficio de los grandes prosistas, que se arriesgaron a
contar ficciones sin recurrir al formato de la novela, en el momento de mayor
fetichismo mercantil del género.
La grandeza de Chatwin, lo que lo distingue dentro de la
brillante generación de novelistas británicos de su generación (McEwan, Amis,
Barnes, Ishiguro…), es haber probado la fuerza de su prosa, no en ensayos o
memorias, sino en esa literatura viajera y antropológica que fue su sello y que
era tenida por literatura menor. No siempre es Chatwin tan buen escritor
epistolar como cronista de viaje, pero el novelista que había en él asoma de un
modo tan genuino que, con apenas siete años, cuenta a sus padres la impresión
que le produjo el film El tren fantasma,
de Walter Forde: “trata –escribe el niño- de un tren que, todos los años, a
medianoche, llegaba a la estación, y, si alguien lo miraba, moría”.
La conocida bisexualidad de Chatwin y su muerte, a causa de SIDA, en 1989, son temas que este epistolario devela sutilmente. Su esposa
Elizabeth, en el prólogo, no se da por enterada y atribuye sus viajes
solitarios y sus largas desapariciones de casa a la necesidad de “ser libre”
del artista. El biógrafo Shakespeare es más explícito y descubre la faceta de
un Chatwin que oscila entre la negación de su letal enfermedad –“el VIH no es
el ocaso de los dioses de finales del siglo XX, sino sencillamente otro virus
africano”, escribe unos meses antes de morir- y una valiente curiosidad por la pandemia
que truncó su vida.
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