Libros del crepúsculo

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martes, 5 de marzo de 2013

Morfina y Revolución

En su ensayo La enfermedad y sus metáforas, Susan Sontag hace un conocido paralelo entre las representaciones culturales producidas por la tuberculosis y el cáncer. A diferencia de este último, que es invisible y personifica la muerte progresiva y la certeza del fin, la tuberculosis, dice Sontag, es intermitente, “vuelve transparente el cuerpo”, produce “rachas de euforia, aumento del apetito y un deseo sexual exacerbado”.
Dado que la tuberculosis afecta un órgano, los pulmones, y todavía en las primeras décadas del siglo XX era tratada a base de morfina, sus síntomas producían un vaivén anímico. Los tísicos, como Chopin, la “dama de las Camelias”, Kafka o los habitantes del sanatorio de La montaña mágica de Thomas Mann –que "andaban con sus radiografías en el bolsillo"-, mostraban un conocimiento exhaustivo de la dolencia, que los reconciliaba con su cuerpo.
En las cartas de Rubén Martínez Villena a su esposa Chela, se confirman las observaciones de Sontag sobre la tuberculosis. El poeta escribe el 17 de septiembre de 1930, desde Moscú, pronosticando serenamente su muerte. Habla de sus radiografías pulmonares, de los esputos y la tos, las flemas y la sangre. Dice tener “la seguridad de que mi tuberculosis se ha extendido al intestino” y que eso “significa la muerte”.
Poco después, desde el sanatorio de Sajum ha recuperado el ánimo y el humor, a pesar de que su compañero en el largo viaje hacia el Mar Negro trabaja en la morgue de un manicomio moscovita: es un “especialista en cadáveres”. Cuenta sueños, todos, felices, en los que el poeta y el político ejercen a plenitud sus virtudes. Sueños en los que lo anormal –la dictadura de Machado, la condena a muerte, el exilio- se vuelve normal: escenas apacibles en su casa del Vedado, donde habla sobre la Conferencia de los Partidos o charla amenamente con su percutor, el Jefe de la Policía machadista Alfonso L. Fors.
Martínez Villena recuerda a su esposa “las puestas de sol de las tardes del Vedado en los primeros días de nuestro amor”. Y recuerda, también, la estancia feliz en Nueva York, la “primera excursión al Bronx, en que yo creí vivir algún cuento encantado de la niñez”. Con lujo de detalles, va comunicando a Chela cómo aumenta de peso día con día, gracias al apetito y la buena comida del sanatorio, con “olor a burguesía”. En algún momento, intenta racionalizar su euforia: “es una característica de los enfermos de tuberculosis hacer proyectos de felicidad: no sé si es por eso que todavía espero gozar contigo ratos de felicidad colectiva y personal”.
Al final de la estancia en la URSS, ese periodo de su vida, bajo el cielo estrellado del Mar Negro, reaparece críticamente, desde el extrañamiento de la moral comunista. Se reprocha haber “literaturizado” sus cartas y envidia la “frescura limpia del estilo” de su esposa. Se ha recuperado, regresa a Moscú y concluyen las dosis de morfina. El sueño ha pasado y vuelve a la realidad. La literatura deja de estar asegurada como experiencia de sublimación: “yo no sé si lo que escribo es literatura o no: es verdad”. El realismo no sólo es la estética de la Revolución: es también el despertar del sueño de la morfina.    
     

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