En estos días que, entre cubanos, se leen libros como Caviar with Rum de Jacqueline Loss y
José Manuel Prieto y el extraordinario ensayo de Damaris Puñales-Alpízar, Escrito en cirílico. El ideal soviético en la
cultura cubana posnoventa (Editorial Cuarto Propio, Santiago de Chile,
2012), vale la pena regresar a los antecedentes de la conexión soviética en
Cuba. La correspondencia del poeta y político comunista cubano, Rubén Martínez
Villena, es interesante al respecto.
Entre la primavera de 1930 y el invierno de 1932, Martínez
Villena se carteó con su esposa Asela Jiménez y sus hermanos David, Esther y
Judith, relatando impresiones de una travesía que lo llevó de La Habana a Key
West, a Jacksonville, a Nueva York, al Báltico –vía Southampton, Cherburgo y
Hamburgo-, a Moscú, al balneario de Sochi, en el Mar Negro, y luego de vuelta a
La Habana. Se trataba del primer viaje de Martínez Villena, quien desde 1928
era miembro del Comité Central del Partido Comunista de Cuba, a Moscú, donde se
incorporaría a los trabajos de la Sección Latinoamericana del Comintern.
Martínez Villena habla de la URSS como “nuestra patria” o
“el único lugar seguro sobre la tierra para mí” e intenta convencer a su esposa
y a sus hermanos de que ese lugar exótico, la nueva Rusia, es más cercano y
familiar de lo que imaginan. El propio Martínez Villena, aunque decidido a
llegar a Moscú, vacila durante el viaje. La esposa, Chela, quiere que permanezcan
en Jacksonville, hasta que caiga Machado, que lo ha condenado a muerte, pero él
considera en algún momento pasar su exilio en Nueva York, donde su amigo Jorge
A. Vivó ha prometido ofrecerle un trabajo como funcionario de la Trade Union
Unity League.
Lo que lo decide a seguir camino a Moscú –además del hecho
de haber tramitado una visa temporal en Estados Unidos, como le revela a su
hermano David, pidiéndole discreción- es el compromiso que ha hecho de
participar como delegado en el Congreso de la Internacional Sindical Roja.
Durante el trayecto, de ida y vuelta, Martínez Villena intenta acercar a la
cultura rusa a su esposa, por medio de constantes alusiones al cine, la
literatura, el arte y la música. Pero si nos fijamos bien, observaremos que se
trata, no de alusiones directas a la cultura soviética, sino de alusiones a lo
soviético o lo ruso en Occidente. Sobre todo, a lo soviético, tal y como circulaba en
ciudades atlánticas como La Habana y Nueva York, el único lugar en el que,
según confesaría, fue feliz:
“Todo el grupo de los marineros presentes, acompañados al
piano, cantaron cinco o seis canciones rusas formidables. ¡Cómo me acordé de tí
anoche! Me parecía absurdo estar asistiendo a aquello sin que tú participaras
de lo mismo, sin que tú estuvieras a mi lado sintiendo como yo. Una de las
cosas que oí en el fonógrafo y en el piano es la música que siempre tocaban en
los cines de Nueva York cuando ponían una película rusa, y que tú aprendiste.
¿Te acuerdas? Según me informó un marinero (varios hablan inglés), es una danza
ucraniana. La primera vez que oímos esa música estábamos en el cine Prado,
viendo Volga, Volga o Los esclavos del Volga. La tocaban
cuando el antiguo cosaco, rebelado y convertido en pirata, después de perder al
muchachito que adoptó y haberse matado su amada, hace bailar a toda la
tripulación. Después la oímos muchas veces en Nueva York. ¿Cuándo volveremos a
oírla juntos?”
Martínez Villena se refiere a Die Leibeigenen o Los
esclavos del Volga, una película alemana, dirigida por Richard Eichberg y
producida en 1928, que se estrenó en La Habana antes de su partida a principios de
1930. También le recuerda a su esposa otra película que vieron en Nueva York, Turksib, un documental sobre la
construcción del ferrocarril de Turkestan a Siberia, dirigido por Víctor A.
Turin. La música que menciona es la
famosa danza ucraniana o casatchok,
pero en la versión tabernera, a piano y acordeón, de los bares de Nueva York. En
los meses siguientes, cuando la tuberculosis arrecia y lo someten a altas dosis
de morfina en el sanatorio de Sujum, Martínez Villena recordará los días que
pasó con su esposa en Nueva York como los más parecidos a la felicidad. Algunas de esas cartas, escritas bajo los efectos de la morfina, son prolijas en sueños y focos delirantes, casi todos asociados a la música y el sexo.
“La otra noche algunos enfermos, que pasean por el jardín
hasta las nueve y media, cantaron acompañados por una mandolina. Una de las
canciones era como un estribillo que oímos juntos en Nueva York la noche que
Beatriz nos invitó al pequeño party en
casa de unos compañeros. ¿Te acuerdas? Apenas hablamos después respecto a
aquella reunión, cuyos asistentes tengo tan presentes ahora; veo sus caras
risueñas, sobre todo la del tocador de la guitarra, a quien tanto llamaste la
atención; la de aquella fea, flaca y sin embargo no desagradable muchacha, con
muy buena voz, que cantó el Ave María
de Gounod; la “del cuento” de Vivó y la del buen mozo de su compañero; la del
Chino Li cantando gravemente la Internacional… Nuestra vida en Nueva York –a
pesar de las estrecheces, las incomodidades, mi enfermedad- se me presenta
ahora como una época feliz de luna de miel”.
Rafel sabes dodne se puede comprar: El ideal soviético en la cultura cubana posnoventa. No lo he encontrado online. Gracias
ResponderEliminarDamaris me mandó un ejemplar para una presentación que haremos en México. Creo que tal vez se pueda conseguir contactando a la Editorial Cuarto Propio, en Santiago de Chile.
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